lunes, 28 de octubre de 2013

Cronofagia


María la vaca pastaba sin cesar, ni cesar o cesar. No tenía manías, le gustaba lo que tenía a pata: hierba fresca verde. No había variedad, ¿pero para qué más? Si estaba buena y daba lo que todos sus caprichosos estómagos pedían, que no era poco. Ni siquiera se había planteado tener hijos, mas que nada porque no había ningún toro cercano que la quisiese empujar.
Un día, entre tanto pastar, llegó a un límite. No era que se hubiera acabado nada, era sólo algo sólido frente suya, insistente en quedarse en el sitio. María tardó días, quizás semanas, en analizar y terminar de comprender qué era aquello, todo con cara de campeón de poker, masticando de una forma que hasta parecía que rumiara todo el tiempo la misma brizna de hierba. Por fin fue que, como inspirada por la luna de aquella noche como demostró una sonrisa dentada de mamífero entre graciosa e intimidante, se dio cuenta de que eso se podía mover hacia delante, como una especie de pared que se convertía en agujero móvil, balanceándose impaciente como si la invitara a pasar con deseo y de forma muy nerviosa pero hipnótica. Hizo caso a ninguna palabra que se oyera y avanzó...


La cronofagia se define como la acción que realiza un cronofago, alguien que devora el tiempo, ya sea el propio o incluso ajeno. Es entonces que relacionado con ello existe un arte elemental del ser humano que durante generaciones hemos ido perfeccionando: ser enemigos de uno mismo. En este caso trataremos específicamente una de sus mil maneras de auto-matarse (que no suicidarse, aunque también), como lo es el arte de crear zonas de comodidad.


Toda persona en su búsqueda de la perfección necesita de seguridad, de saber que tendrá para comer y mantener a su familia, de darle de beber al coche y a la garganta con agua embotellada o de los bares. Se añade asuntos como el ocio o los cursos que ayudan a ganar dicha seguridad; incluso temas que poco aportan pero sin los cuales no podríamos vivir, como lo son el tabaco, el sexo o la hipoteca.

El dinero es lo que lo permite, es el invento definitivo del ser humano que nos ha acompañado desde siempre. Primero tenía forma de trueque o metales, llegando hasta al papel en una ironía de que cuanto menos sea el material más valor equivale. El dinero lo puede todo, y por ello es la excusa definitiva que convence y calla, que da poder y cumple sueños, que permite el bien y el mal por muy débil o fuerte que se sea o la moral que se tenga. Se comenta que es excusa porque a partir de la búsqueda de seguridad encontramos enseguida el resultado de la fórmula. Aunque, si se piensa mejor, las zonas de comodidad nacen con o sin dinero, resultando que el señor verde simplemente lo facilita y asegura entre redundancias.

El ser humano es animal de costumbres, y en parte es por el tipo de aprendizaje que tenemos. Si todos fuéramos como Einstein, esta costumbre de repetirse no estaría tan acentuada gracias a que entraría todo a la primera o segunda. Pero no es tan bonito, y el cerebro necesita de convencerse una y otra vez de lo mismo para llegar a aprender, o por lo menos a memorizarlo como es debido.

Se crea entonces la costumbre de la que se habla, y la repetición de esa convicción de tenerlo todo controlado, de ser pequeños dioses que manipulan todo a su antojo en Universos a medida que perfectamente caben en pequeñas zonas. Los hay incluso que son capaces de guardarlos en un cajón, pero no suelen ser valorados como merecen por tal imposible, quedando de cerrados o incluso simples tontos.
Poco a poco éste método se apodera de uno hasta el punto de definirnos, y ¡con el ego hemos topado! Y de ahí ya no sacas a ese dios, que de tan cabezón le han salido orejas de burro, de las que ni puede percatarse debido a la anatomía de sus ojos y su equino cuello que no se llega a doblar tanto, o al menos de esa forma. Aunque, no nos mintamos, tanto esfuerzo será demasiado y seguro que ni merece la pena.
Por lógica se llega al punto de crearnos nuestra propia ley, y ya se sabe de sobra que hecha la ley hecha la trampa, poniéndonos con esmero las nuestras propias para caer una y otra vez. Surge que podemos darnos cuenta de tal actitud, pero seguimos insistiendo en que la próxima vez no pasará. Pero peor es el caso de quien ni se acuerda (o es de los de ojo de burro) y al caer en una propia hecha la culpa a otro. Es entonces que ocurre el Big-Bang de las zonas de comodidad, un cataclismo que no se recomienda a nadie y que tiene tantos resultados como personas hay en este mundo.

Y es que las zonas de comodidad son así, tienen sus méritos de hacernos maestros de lo que nos propongamos, pero sobretodo de la rutina, todo gracias a que son alimentadas constantemente con tiempo. Son capaces de crear artistas si de verdad se proponen fusionarse con un hábito de echar un grano de arena cada día, dejando montañas de ejemplo y legado para las siguientes generaciones que quieran conquistarlas. Pero no hay bien sin mal, y al igual que crea artistas, crea su anti-tesis, formada por un ejercito de número superior de seres vivos programados que ya hacen sus rutas automáticamente. El cerebro tiene la única función de otorgar, de transformar el mundo en nuestro beneficio, entonces ya depende de nuestras decisiones si dejar la programación fija en una versión o permitir actualizarla a menudo.

El camino del bar no se va a mover, pero el cerebro nunca termina de convencerse, y lo sigue comprobando entre la lista de cosas que hacer periódicamente, que en su mayoría son tareas de comprobación de que todo siga igual y en su sitio y, por lo tanto, de que todo vaya bien.

Este comportamiento natural pero irónicamente destructivo fue definido con la fábula moderna de los ratones y los liliputienses, que de positiva es irreal. Aquí no se muestra la realidad donde los ratones son ratas que se abalanzan primero para que nadie les quite lo suyo, y donde los enanos conspiran entre ellos con tal de salirse con la suya. La vida es un laberinto, mayor acierto no puede haber, pero también es competitividad. Aunque puede ser cierto que todo podría ser un camino de rosas, pero la costumbre (que ni es buena ni mala, es sólo eso mismo) se entrecruza con otros sueños y objetivos ajenos para quedarse con la colina que tarde o temprano acabará arrasada. Cuando se consiga y quede solo uno en pie, montará su pequeña casita en lo alto y se dedicará a repetir sus patrones hasta el final de los días.

Y ya que se habla del final, siempre se ha creído que todo el sufrimiento aguantado por rutina merecerá la pena, que al final del arcoiris realmente está esa olla llena de oro o incluso la mismísima ciudad de El Dorado. Y no se está tan equivocado, porque hay zonas de comodidad y de rutas programadas con forma de vida entera que llevan hasta una recompensa: el tópico. Pero no un tópico cualquiera, si no el mejor de todos y por lo tanto el más sabio, aquel que reza de forma atea algo como “Lo importante no es haber llegado, si no el camino recorrido”. Tanto buscar la verdad y la filosofía suprema con la que nadie nos pudiera debatir de una vez, y resulta que ya la teníamos desde el principio. Los tópicos son la verdadera esencia, lo que resume lo complejo en una línea y concepto, lo que va directo al grano para responder cualquier pregunta existencial. Todos los tópicos son puras verdades en sí, jamás se equivocan y se aplican a absolutamente cada ser humano posible. Parece magia, lo que quiere decir que es eso mismo: realidad.


Porque al final no hay recompensa; nosotros somos la recompensa.




...no se pudo creer lo que vio allí, sobretodo porque las vacas no tienen capacidad de comprensión. Pero dentro de lo que cabe se sorprendió, pues un nuevo color para su hierba se mostraba, expandiéndose hacia otro infinito que insistía en guardar algún secreto, donde una intuición aseguraba que podría ser otra de esas amables y nerviosas paredes creadoras de agujeros.

Se centró con recelo en lo que veía alrededor de sus patas, no pudiendo aguantar más hasta que decidió comerse el miedo junto a una pizca (acorde a su boca) de aquella extraña gemela malvada de su hierba de toda la vida. ¡Qué grandiosidad! Por el sentido de aquel sabor y de ser capaz de maravillarse con una palabra así. Aquel nuevo matiz gustativo no era moco de pavo (menos mal), era un nuevo mundo que devorar y cagar, un acento en una palabra mal escrita o incluso un manjar digno de vacas indias.
Eso la llevó a pensar, o más bien a soñar con los ojos abiertos, a imaginar primero cómo sería mezclar su hierba de siempre con esa nueva conquista. Enseguida se interpuso un pensamiento más grande aún, lo que lo convertía en sueño, en un sentido que podría doler si se trataba de exageración y utopía... pero por el otro lado, de ser verdad, la llevaría entonces a otro concepto para su mente, y por lo tanto para su vida... y todo ello no era más que el sentido de que hubiese más clases de hierba ¡con todo lo que suponía!. La simple idea le hacía estremecerse, por intentar tanto a jugar ser Dios. Pero no importaba, soñar era gratis (por ahora) y se dijo, se convenció, que seguramente merecería la pena...


Pasaron los años y María seguía ahí rumiando en doble sentido, soñando despierta y a punto de terminar su tesis sobre los átomos cuánticos de las hierbas más pequeñas, esas que se quedan ahí misteriosamente sin querer crecer hasta la altura de las más altas. Ya se sabía cada centímetro de aquella zona y de la anterior a la que a veces volvía. Y no le hacía falta más, era la más lista del lugar y después de todo solo ella sería capaz de cumplir sus sueños, así que tendría que seguir pensando y repasando aquella hierba tan misteriosa que tanto le había brindado...

La cámara comienza a alejarse, mostrando que la cerca separada por la valla con portezuela está dentro de otra cerca más grande. Pero realmente está mal aplicado el verbo, pues es pequeña en comparación a la cerca que alberga a la cerca con cerca. Pero la cámara sigue volando para mostrarnos que una vez más nos equivocamos y que... quién sabe, seguía concluyendo María, incluso podría encontrar al toro de sus sueños que la empujara una y otra vez, una y otra vez, una y otra vez...

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