Se dice que El Guardián
entre el Centeno explora dos facetas completas de las personas. El
más conocido es su lado oscuro al servir de libro de cabecera para
gente extraviada, como el asesino de John Lennon. No ha sido el único
caso, y las personas que se quedan en la misantropía superficial de
la obra delatan un odio de origen diverso. Usan el libro para
auto-convencerse.
La otra faceta también
habla de personas extraviadas, aunque redimidas por su cuenta como
guardianes, todo lo contrario al odio aunque puedan estar disfrazados
de ello. El protagonista del libro decide esta opción a pesar de
mostrarse misántropo, asqueado y antipático. En el fondo demuestra
ser un alma noble, y ya que su vida no está encaminada, decide
llenar el hueco protegiendo a su hermana pequeña. La ampara ya sea
por instinto o porque no desea que acabe como él, en una amargura en
mitad de un enorme hueco del mundo.
Y al protagonista de esta
historia le da rabia que los lectores de este libro se queden en la
superficie. No le resultó difícil profundizar en los motivos del
protagonista para comprender el porqué actúa así, pero en el fondo
seguía sabiendo que era porque se identificaba con él. Una vez
sabido, le quedaba sumirse en la espiral o actuar como protector de
quien aún no ha cruzado el umbral hacia la adultez. Es una buena
manera de canalizar la energía en lugar de gastarla en la
auto-destrucción o el daño a lo ajeno.
Vivía al borde de un
precipicio. Ya estaba acostumbrado, los de su forma de ser viven
pendientes, seducidos a su vez por la gravedad. Todos los días
asomaba por el acantilado, pero había logrado que fuese una rutina
banal.
Frente a ese vacío es
donde vive como guardián. La mayoría de tardes vienen a jugar niños
por la zona. Se esconden entre los árboles y el cultivo; saltan y
ríen a la par. Tienen una zona donde sentirse apartados del ruido,
donde poder disfrutar de la libertad de nacer. Les envidiaba, claro
que sí, y por eso mismo los protegía. Él ya no podría recuperar
esa ausencia de gruesas cadenas y una mente menos llena, pero era
estúpido sentir envidia u odio, era más inteligente proteger los
tesoros. El mundo está lleno de ellos, aunque la gente prefiera
ignorarlos o devaluarlos.
Esa tarde los niños
llegaron como siempre puntuales, pues hasta ese detalle formaba parte
del juego. Con fidelidad irreal en el mundo adulto, le pedían que
jugara con ellos, pero el guardián sonreía y les volvía a mentir
diciendo que tenía algo que hacer y que en un rato se acercaría.
Los niños fruncían el ceño y le acusaban de quedarse ahí, al
borde del precipicio. Se limitaba a sonreír y ver cómo se alejaban
a jugar.
Los ruidos del juego y de
las aves cercanas llenaban el lugar. Para él era como música, y en
ocasiones la brisa completaba la armonía. Parecía siempre
pensativo, lejano en algún mundo cercano. Sin embargo su cuerpo
permanecía tenso, atenta y delatada su mente por movimientos de ojos
que espontáneamente miraban por el rabillo.
Alargó la mano y agarró
uno de los niños por la camiseta: lo había detenido en su carrera.
El pequeño estaba a pasos del borde del barranco. Lo sacudió para
alejarlo. El niño gruñó y regresó a la zona de juego con la
cabeza gacha.
Esa era su función.
Como en toda historia,
tiene que suceder un cambio que rompa la rutina, o acaso las
expectativas de lo que tiene que suceder bajo lo que está
controlado. En la de este protagonista fue una tarde en que los niños
no acudieron. A veces sucedía, tenían vida más allá del juego, y
esas pequeñas incursiones a su existencia personal permitían
prepararlos para cuando llegase el umbral del cambio.
Sentado y fiel a su
sitio, el guardián bostezó. Miraba al cielo, tan similar en su
totalidad pero incansable a la vista. Decidido, se levantó y paseó
adentrándose a la zona de juego. Meció con la mano el trigo, siguió
paseando y se acercó donde la cebada y después donde el centeno.
Imaginó a Holden agazapado allí, a la espera, con esa mirada de
rabia que se protege a sí mismo (o de) y a quien lo merezca. El
sonido de un bate de béisbol. La imaginación se relajó.
Dio vueltas alrededor de
los árboles, tanto de los arrimados como del solitario. Se detuvo a
observar los dibujos hechos en la tierra con palos: caras sonrientes,
¿hay simbolismo más delator de lo que se siente en la infancia?
Todo es importante.
Regresó a su puesto y
miró por un momento al sol. Cerró los ojos y sintió el calor sobre
su piel, la oscuridad en su vista recalentada y rojiza. Abrió y el
vacío del acantilado sobrevino. El fondo, una distancia segura para
cumplir su función. Lo desarrollado del borde, las curvas inquietas
y picudas recorriendo trozos cortados y separados de suelo. Pura roca
herida.
Sin pensarlo, decidió
caminar por el borde. Caminó con calma hasta que la confianza se
animó. Recorrió el filo sin dudar, paseando como por una calle.
Miraba al cielo y al vacío y quiso relacionar un símil.
En la brisa se ocultaba
un murmullo. Acostumbrado a escuchar su tono, diferenció la leve
vibración distinta. El aire portaba voces que no eran familiares.
Decidió seguir caminando por el borde, tomándolo como un camino.
El terreno descendía. En
principio de un modo leve, aumentando la pronunciación. Como
diseñado a conciencia, llegaba a un punto que volvía a ascender,
dando la impresión de medir la misma distancia el ascenso que el
descenso.
Su mente sintió la
extrañeza conforme se adentraba a esa zona. Tuvo la impresión de
una imagen inversa al lugar de juego que guardaba. De hecho, allí
también había niños.
Los niños permanecían
sentados formando círculos. Habría una veintena, y conformaban
cinco grupos variados en número. Se acercó guiado por el instinto
protector.
─Estáis cerca del
borde ─les espetó con suavidad conforme se acercaba─. Mejor
sentarse más cerca del cultivo.
La extrañeza en su mente
se hizo de otro tipo conforme las palabras se diluían en la nada del
entorno. Analizó a los chicos y chicas, dudando, ya detenido en sus
pasos. Se percató de una niña que lo miraba, más mayor que el
resto de su grupo. Tenía una expresión seca, como si el guardián
no fuera interesante:
─¿Y tú quién eres?
─la voz de la niña era neutral, aunque poseía un deje agresivo.
─Perdona, sí. Soy un
guardián de una zona de juego como esta ─dijo y señaló con la
mano la extensión que los rodeaba─. Vengo de allí ─giró y
señaló con el dedo─. A lo mejor conocéis a los que viven por esa
zona. Son de vuestra edad.
─Sólo conozco a los
que hay aquí.
Y siguió charlando con
su círculo. El guardián quedó analizando. Los grupos se limitaban
a hablar entre ellos como si nada más importase. De vez en cuando
había miradas de reojo por parte de algunos para examinar a los
otros grupos. Con el pecho lleno de incertidumbre, se acercó a la
niña de antes para llamar su atención y comentarle:
─¿A qué jugáis?
─¿Jugar? ─acusó la
niña en un tono que no le correspondía a su edad. Su ceño fruncido
se quedó permanente desde ese momento─. Discutimos cómo arreglar
el mundo.
─Arreglar el… ese
juego no lo conozco. Suena original.
─¡No es un juego!
─Eh, tranquila, si no
he dicho nada…
Apreció
cómo lo miraban el resto de niños del círculo. Serios y
analíticos, como si ya pensasen qué iban a hacer con él.
─A ver ─prosiguió el
guardián─, no tengo ni idea de qué hablas.
─¿Será posible?
Esperaba risillas por lo
bajo, tan propias de los niños burlones, pero en su lugar hubo
aspiraciones continuadas de murmullos. Miró a cada niño, que se
mostraba con la cara desencajada de forma interpretada, la boca
abierta incluida. Los murmullos eran cómplices junto a reojos
acusadores.
─¿Pero qué he dicho?
─Eh, amigo ─le dijo
la niña de un modo fingido─. Vete con cualquiera de los otros
grupos, que ellos saben tan poco como tú.
E intentó defenderse,
pero lo ignoraron. Sintió un escalofrío por el nivel al que llegaba
su modo de ignorar.
“Ni caso” fueron las
palabras que escuchó por el fondo. Analizó alrededor y entonces vio
a una chica de pie justo en el grupo de al lado. Ésta le hizo un
gesto para que se acercase. Así hizo.
─Hola ─saludó la
chica una vez estuvo delante─. No hagas caso a esa.
─Sí. Parece que le
sucede algo y se lo guarda.
─En verdad no le pasa
nada. Ese es su problema…
─Sabes que los
pingüinos no vuelan, ¿no? ─se escuchó gritado desde la dirección
de la primera niña.
─Que te den ─respondió
la nueva niña de forma automática─. El caso, señor guardián,
que puedes quedarte aquí a charlar si quieres.
─¿Escuchabas lo que
hablaba?
─¿Y quién no? Si los
grupos hablan en voz alta hasta de sus secretos.
─¿Ah, sí?
─Claro. Aquí todo lo
sabemos de todos.
─Y parecéis maduros.
Más de lo que os corresponde.
─Eh, no todos. Muchos
es pura apariencia. A mí se me nota que no, ¿eh?
─Es extraño.
─¿Y eso es malo? Hemos
tenido acceso al conocimiento desde que sabemos leer. Antes de venir
aquí, nos preparamos para tener algo que contar.
─¿Pero lo entendéis?
─¿No te he dicho que
sabemos leer? Qué tonto.
─Tranquila. Es que con
leer no es suficiente…
─Éste qué es ─se
entrometió un niño que había sentado junto a ella─. ¿El
sabelotodo?
─No es mi intención.
─Se nota que no has
leído mucho con sólo verte la cara ─continuó el niño─. Te lo
digo yo, que soy muy listo. Deberías leer más, sabelotodo, así
estarías a la altura de nuestras conversaciones, sabelotodo.
─Ajá ─se contuvo el
guardián─. ¿Y de qué habláis?
─De lo equivocados que
están el resto ─dijo la niña y señaló en dirección al resto de
grupos─. Nosotros tenemos la increíble suerte de haber coincidido
en conocernos. Gente afín que sabe qué sucede en realidad en el
mundo.
─Sois niños.
─¿Y qué pasa? Menudo
prejuicioso.
─Sí, sí ─afirmó el
niño─. Y seguro que también es racista. Se delata.
─Total. Anda y vete ─le
espetó la niña al guardián─. Rápido.
El guardián fue ignorado
por el círculo del mismo modo y sintiendo la misma sensación que
con los niños anteriores. Pensó qué decir, pero estaba bloqueado.
Decidió alejarse, paseando entre los círculos para intentar saber
de qué hablaban.
Tras un rato, dedujo que
todos los temas eran similares: hablaban de sí mismos, nada de ese
supuesto conocimiento al que tenían acceso. Hablaban de sus colores
favoritos, de las películas que amaban, coincidiendo en opiniones
aunque pertenecieran a círculos distintos, en libros favoritos…
ahí escuchó con especial atención, quedando agotado conforme
escuchaba aspectos superficiales sobre obras que conocía.
“Ni se os ocurra hablar
del libro que me definió”.
Y se sorprendió. Había
pensado esa frase y no se reconoció. Por un momento una conexión de
la mente al pecho lo había energizado de un modo nervioso y…
Violento.
Estos niños le apagaban
el instinto protector. Se odió por un momento. Decidió evadirse
acercándose al círculo de niños que tenía más cerca para saber
de qué hablaban.
Los niños y niñas
estaban centrados en una libreta que elevaba una de las niñas. La
chica iba comentando de forma grave un
dibujo que ocupaba la página. Cada
poco, con la impresión que a cada minuto exacto, pasaba la
hoja. Ahora se mostraba el dibujo de una
casa fabricada con un cuadrado rosa y un triángulo verde
imperfectos. El gigantesco animal marrón dibujado junto a la casa se
intuía como un perro. La niña explicaba y explicaba, notándose que
improvisaba su discurso al usar palabras que no correspondían.
El guardián iba a añadir
su opinión, pero analizó antes el rostro del resto, embobados o con
caras fingidas de hacerse el interesante o de estar interesados.
Alguna sonrisa torcida de prepotencia se formó.
“Basta”.
Y el guardián se alejó.
Escuchó que hablaban de él conforme rebasaba a los niños, ya fuese
de forma disimulada o en voz alta y clara.
─¿Ya te vas?
La primera niña se
dirigía a él. Le costó detenerse para girarse y hablarle desde esa
distancia:
─Tengo cosas que hacer.
─Como todos. Anda y
quédate un rato más. Aquí tienes hueco para sentarte.
─¿Y esa amabilidad tan
repentina?
─¿De qué vas? He sido
amable contigo todo el rato.
“Calma”.
─Bueno, va ─se dijo
en voz alta─. Pequeña, ¿a qué soléis jugar aquí?
─¿Qué eres tonto? Te
lo he contado antes.
─Me refiero a si jugáis
a la pelota, la comba, la rayuela o tejo, si dibujáis en la tierra
con palos…
La niña quedó muda. Por
su expresión sabía a qué se refería el guardián, pero se mantuvo
callada.
─Ey, dime.
Pero nada.
─¿Por qué te callas?
¿Has jugado a esos juegos?
─Sí ─dijo no muy
convencida.
─Bueno. Si os da por
jugar, cuidado con el acantilado, ¿vale? No os acerquéis. Si
necesitáis algo ya sabéis dónde encontrarme.
Entonces la niña se
sentó y lo ignoró al empezar a charlar con el resto. Un aire
surgido justo de ahí se expandió como una onda. El resto de
círculos actuaron igual, ignorando al guardián como clónicos.
─Eh, niña ─se
dirigió a la segunda chica con la que había hablado. Esta se giró
y lo miró─. Tened cuidado, ¿vale? ─le comunicó mientras
señalaba al borde del terreno─. En serio.
La niña se volteó y
prosiguió atenta al tema del que hablaban en su grupo, algo tan
interesante como lo que se había comprado uno de ellos el día
anterior o la cantidad justa de canela que le echaba a la
leche para que estuviese a su gusto.
Se marchó de allí sin
mirar atrás, esta vez sin pegarse al borde del acantilado.
Al día siguiente sus
protegidos llegaron a la hora puntual. Estaban el doble de radiantes
y energéticos por la acumulación del día anterior sin juego. No
pudo disimular su sonrisa.
Se acercó a ellos y les
preguntó si podía participar, lo que los entusiasmó, habiendo una
disputa inocente por quien se lo llevaba a su equipo para jugar a la
pelota. Decidió ir intercambiando de equipo, lo que no pareció
justo a quienes no lo tenían en su equipo en ese momento.
Mientras jugaba, vigilaba
que ninguno se alejara y fuera al acantilado. Pero eran buenos chicos
y chicas, lo que permitía que el sol brillase con fuerza cada día.