martes, 18 de julio de 2017

Guardián



Se dice que El Guardián entre el Centeno explora dos facetas completas de las personas. El más conocido es su lado oscuro al servir de libro de cabecera para gente extraviada, como el asesino de John Lennon. No ha sido el único caso, y las personas que se quedan en la misantropía superficial de la obra delatan un odio de origen diverso. Usan el libro para auto-convencerse.
La otra faceta también habla de personas extraviadas, aunque redimidas por su cuenta como guardianes, todo lo contrario al odio aunque puedan estar disfrazados de ello. El protagonista del libro decide esta opción a pesar de mostrarse misántropo, asqueado y antipático. En el fondo demuestra ser un alma noble, y ya que su vida no está encaminada, decide llenar el hueco protegiendo a su hermana pequeña. La ampara ya sea por instinto o porque no desea que acabe como él, en una amargura en mitad de un enorme hueco del mundo.
Y al protagonista de esta historia le da rabia que los lectores de este libro se queden en la superficie. No le resultó difícil profundizar en los motivos del protagonista para comprender el porqué actúa así, pero en el fondo seguía sabiendo que era porque se identificaba con él. Una vez sabido, le quedaba sumirse en la espiral o actuar como protector de quien aún no ha cruzado el umbral hacia la adultez. Es una buena manera de canalizar la energía en lugar de gastarla en la auto-destrucción o el daño a lo ajeno.
Vivía al borde de un precipicio. Ya estaba acostumbrado, los de su forma de ser viven pendientes, seducidos a su vez por la gravedad. Todos los días asomaba por el acantilado, pero había logrado que fuese una rutina banal.
Frente a ese vacío es donde vive como guardián. La mayoría de tardes vienen a jugar niños por la zona. Se esconden entre los árboles y el cultivo; saltan y ríen a la par. Tienen una zona donde sentirse apartados del ruido, donde poder disfrutar de la libertad de nacer. Les envidiaba, claro que sí, y por eso mismo los protegía. Él ya no podría recuperar esa ausencia de gruesas cadenas y una mente menos llena, pero era estúpido sentir envidia u odio, era más inteligente proteger los tesoros. El mundo está lleno de ellos, aunque la gente prefiera ignorarlos o devaluarlos.
Esa tarde los niños llegaron como siempre puntuales, pues hasta ese detalle formaba parte del juego. Con fidelidad irreal en el mundo adulto, le pedían que jugara con ellos, pero el guardián sonreía y les volvía a mentir diciendo que tenía algo que hacer y que en un rato se acercaría. Los niños fruncían el ceño y le acusaban de quedarse ahí, al borde del precipicio. Se limitaba a sonreír y ver cómo se alejaban a jugar.
Los ruidos del juego y de las aves cercanas llenaban el lugar. Para él era como música, y en ocasiones la brisa completaba la armonía. Parecía siempre pensativo, lejano en algún mundo cercano. Sin embargo su cuerpo permanecía tenso, atenta y delatada su mente por movimientos de ojos que espontáneamente miraban por el rabillo.
Alargó la mano y agarró uno de los niños por la camiseta: lo había detenido en su carrera. El pequeño estaba a pasos del borde del barranco. Lo sacudió para alejarlo. El niño gruñó y regresó a la zona de juego con la cabeza gacha.
Esa era su función.

Como en toda historia, tiene que suceder un cambio que rompa la rutina, o acaso las expectativas de lo que tiene que suceder bajo lo que está controlado. En la de este protagonista fue una tarde en que los niños no acudieron. A veces sucedía, tenían vida más allá del juego, y esas pequeñas incursiones a su existencia personal permitían prepararlos para cuando llegase el umbral del cambio.
Sentado y fiel a su sitio, el guardián bostezó. Miraba al cielo, tan similar en su totalidad pero incansable a la vista. Decidido, se levantó y paseó adentrándose a la zona de juego. Meció con la mano el trigo, siguió paseando y se acercó donde la cebada y después donde el centeno. Imaginó a Holden agazapado allí, a la espera, con esa mirada de rabia que se protege a sí mismo (o de) y a quien lo merezca. El sonido de un bate de béisbol. La imaginación se relajó.
Dio vueltas alrededor de los árboles, tanto de los arrimados como del solitario. Se detuvo a observar los dibujos hechos en la tierra con palos: caras sonrientes, ¿hay simbolismo más delator de lo que se siente en la infancia? Todo es importante.
Regresó a su puesto y miró por un momento al sol. Cerró los ojos y sintió el calor sobre su piel, la oscuridad en su vista recalentada y rojiza. Abrió y el vacío del acantilado sobrevino. El fondo, una distancia segura para cumplir su función. Lo desarrollado del borde, las curvas inquietas y picudas recorriendo trozos cortados y separados de suelo. Pura roca herida.
Sin pensarlo, decidió caminar por el borde. Caminó con calma hasta que la confianza se animó. Recorrió el filo sin dudar, paseando como por una calle. Miraba al cielo y al vacío y quiso relacionar un símil.
En la brisa se ocultaba un murmullo. Acostumbrado a escuchar su tono, diferenció la leve vibración distinta. El aire portaba voces que no eran familiares. Decidió seguir caminando por el borde, tomándolo como un camino.
El terreno descendía. En principio de un modo leve, aumentando la pronunciación. Como diseñado a conciencia, llegaba a un punto que volvía a ascender, dando la impresión de medir la misma distancia el ascenso que el descenso.
Su mente sintió la extrañeza conforme se adentraba a esa zona. Tuvo la impresión de una imagen inversa al lugar de juego que guardaba. De hecho, allí también había niños.
Los niños permanecían sentados formando círculos. Habría una veintena, y conformaban cinco grupos variados en número. Se acercó guiado por el instinto protector.
─Estáis cerca del borde ─les espetó con suavidad conforme se acercaba─. Mejor sentarse más cerca del cultivo.
La extrañeza en su mente se hizo de otro tipo conforme las palabras se diluían en la nada del entorno. Analizó a los chicos y chicas, dudando, ya detenido en sus pasos. Se percató de una niña que lo miraba, más mayor que el resto de su grupo. Tenía una expresión seca, como si el guardián no fuera interesante:
─¿Y tú quién eres? ─la voz de la niña era neutral, aunque poseía un deje agresivo.
─Perdona, sí. Soy un guardián de una zona de juego como esta ─dijo y señaló con la mano la extensión que los rodeaba─. Vengo de allí ─giró y señaló con el dedo─. A lo mejor conocéis a los que viven por esa zona. Son de vuestra edad.
─Sólo conozco a los que hay aquí.
Y siguió charlando con su círculo. El guardián quedó analizando. Los grupos se limitaban a hablar entre ellos como si nada más importase. De vez en cuando había miradas de reojo por parte de algunos para examinar a los otros grupos. Con el pecho lleno de incertidumbre, se acercó a la niña de antes para llamar su atención y comentarle:
─¿A qué jugáis?
─¿Jugar? ─acusó la niña en un tono que no le correspondía a su edad. Su ceño fruncido se quedó permanente desde ese momento─. Discutimos cómo arreglar el mundo.
─Arreglar el… ese juego no lo conozco. Suena original.
─¡No es un juego!
─Eh, tranquila, si no he dicho nada…
Apreció cómo lo miraban el resto de niños del círculo. Serios y analíticos, como si ya pensasen qué iban a hacer con él.
─A ver ─prosiguió el guardián─, no tengo ni idea de qué hablas.
─¿Será posible?
Esperaba risillas por lo bajo, tan propias de los niños burlones, pero en su lugar hubo aspiraciones continuadas de murmullos. Miró a cada niño, que se mostraba con la cara desencajada de forma interpretada, la boca abierta incluida. Los murmullos eran cómplices junto a reojos acusadores.
─¿Pero qué he dicho?
─Eh, amigo ─le dijo la niña de un modo fingido─. Vete con cualquiera de los otros grupos, que ellos saben tan poco como tú.
E intentó defenderse, pero lo ignoraron. Sintió un escalofrío por el nivel al que llegaba su modo de ignorar.
“Ni caso” fueron las palabras que escuchó por el fondo. Analizó alrededor y entonces vio a una chica de pie justo en el grupo de al lado. Ésta le hizo un gesto para que se acercase. Así hizo.
─Hola ─saludó la chica una vez estuvo delante─. No hagas caso a esa.
─Sí. Parece que le sucede algo y se lo guarda.
─En verdad no le pasa nada. Ese es su problema…
─Sabes que los pingüinos no vuelan, ¿no? ─se escuchó gritado desde la dirección de la primera niña.
─Que te den ─respondió la nueva niña de forma automática─. El caso, señor guardián, que puedes quedarte aquí a charlar si quieres.
─¿Escuchabas lo que hablaba?
─¿Y quién no? Si los grupos hablan en voz alta hasta de sus secretos.
─¿Ah, sí?
─Claro. Aquí todo lo sabemos de todos.
─Y parecéis maduros. Más de lo que os corresponde.
─Eh, no todos. Muchos es pura apariencia. A mí se me nota que no, ¿eh?
─Es extraño.
─¿Y eso es malo? Hemos tenido acceso al conocimiento desde que sabemos leer. Antes de venir aquí, nos preparamos para tener algo que contar.
─¿Pero lo entendéis?
─¿No te he dicho que sabemos leer? Qué tonto.
─Tranquila. Es que con leer no es suficiente…
─Éste qué es ─se entrometió un niño que había sentado junto a ella─. ¿El sabelotodo?
─No es mi intención.
─Se nota que no has leído mucho con sólo verte la cara ─continuó el niño─. Te lo digo yo, que soy muy listo. Deberías leer más, sabelotodo, así estarías a la altura de nuestras conversaciones, sabelotodo.
─Ajá ─se contuvo el guardián─. ¿Y de qué habláis?
─De lo equivocados que están el resto ─dijo la niña y señaló en dirección al resto de grupos─. Nosotros tenemos la increíble suerte de haber coincidido en conocernos. Gente afín que sabe qué sucede en realidad en el mundo.
─Sois niños.
─¿Y qué pasa? Menudo prejuicioso.
─Sí, sí ─afirmó el niño─. Y seguro que también es racista. Se delata.
─Total. Anda y vete ─le espetó la niña al guardián─. Rápido.
El guardián fue ignorado por el círculo del mismo modo y sintiendo la misma sensación que con los niños anteriores. Pensó qué decir, pero estaba bloqueado. Decidió alejarse, paseando entre los círculos para intentar saber de qué hablaban.
Tras un rato, dedujo que todos los temas eran similares: hablaban de sí mismos, nada de ese supuesto conocimiento al que tenían acceso. Hablaban de sus colores favoritos, de las películas que amaban, coincidiendo en opiniones aunque pertenecieran a círculos distintos, en libros favoritos… ahí escuchó con especial atención, quedando agotado conforme escuchaba aspectos superficiales sobre obras que conocía.
“Ni se os ocurra hablar del libro que me definió”.
Y se sorprendió. Había pensado esa frase y no se reconoció. Por un momento una conexión de la mente al pecho lo había energizado de un modo nervioso y…
Violento.
Estos niños le apagaban el instinto protector. Se odió por un momento. Decidió evadirse acercándose al círculo de niños que tenía más cerca para saber de qué hablaban.
Los niños y niñas estaban centrados en una libreta que elevaba una de las niñas. La chica iba comentando de forma grave un dibujo que ocupaba la página. Cada poco, con la impresión que a cada minuto exacto, pasaba la hoja. Ahora se mostraba el dibujo de una casa fabricada con un cuadrado rosa y un triángulo verde imperfectos. El gigantesco animal marrón dibujado junto a la casa se intuía como un perro. La niña explicaba y explicaba, notándose que improvisaba su discurso al usar palabras que no correspondían.
El guardián iba a añadir su opinión, pero analizó antes el rostro del resto, embobados o con caras fingidas de hacerse el interesante o de estar interesados. Alguna sonrisa torcida de prepotencia se formó.
“Basta”.
Y el guardián se alejó. Escuchó que hablaban de él conforme rebasaba a los niños, ya fuese de forma disimulada o en voz alta y clara.
─¿Ya te vas?
La primera niña se dirigía a él. Le costó detenerse para girarse y hablarle desde esa distancia:
─Tengo cosas que hacer.
─Como todos. Anda y quédate un rato más. Aquí tienes hueco para sentarte.
─¿Y esa amabilidad tan repentina?
─¿De qué vas? He sido amable contigo todo el rato.
“Calma”.
─Bueno, va ─se dijo en voz alta─. Pequeña, ¿a qué soléis jugar aquí?
─¿Qué eres tonto? Te lo he contado antes.
─Me refiero a si jugáis a la pelota, la comba, la rayuela o tejo, si dibujáis en la tierra con palos…
La niña quedó muda. Por su expresión sabía a qué se refería el guardián, pero se mantuvo callada.
─Ey, dime.
Pero nada.
─¿Por qué te callas? ¿Has jugado a esos juegos?
─Sí ─dijo no muy convencida.
─Bueno. Si os da por jugar, cuidado con el acantilado, ¿vale? No os acerquéis. Si necesitáis algo ya sabéis dónde encontrarme.
Entonces la niña se sentó y lo ignoró al empezar a charlar con el resto. Un aire surgido justo de ahí se expandió como una onda. El resto de círculos actuaron igual, ignorando al guardián como clónicos.
─Eh, niña ─se dirigió a la segunda chica con la que había hablado. Esta se giró y lo miró─. Tened cuidado, ¿vale? ─le comunicó mientras señalaba al borde del terreno─. En serio.
La niña se volteó y prosiguió atenta al tema del que hablaban en su grupo, algo tan interesante como lo que se había comprado uno de ellos el día anterior o la cantidad justa de canela que le echaba a la leche para que estuviese a su gusto.
Se marchó de allí sin mirar atrás, esta vez sin pegarse al borde del acantilado.

Al día siguiente sus protegidos llegaron a la hora puntual. Estaban el doble de radiantes y energéticos por la acumulación del día anterior sin juego. No pudo disimular su sonrisa.
Se acercó a ellos y les preguntó si podía participar, lo que los entusiasmó, habiendo una disputa inocente por quien se lo llevaba a su equipo para jugar a la pelota. Decidió ir intercambiando de equipo, lo que no pareció justo a quienes no lo tenían en su equipo en ese momento.

Mientras jugaba, vigilaba que ninguno se alejara y fuera al acantilado. Pero eran buenos chicos y chicas, lo que permitía que el sol brillase con fuerza cada día.

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