El
de sobra conocido Sherlock Holmes llevaba una temporada extraña. Que
él dijera eso ya suponía algo a destacar. El hijo de su
archi-enemigo, Moriarty Jr., lo acosaba cada semana con estratagemas
básicas, trampas dignas de niño obtuso o de bromista sin
imaginación, como el que coloca un cubo de agua encima de una puerta
entornada. Al principio Sherlock le supo ver el lado bueno, y lo
tomaba como ejercicio periódico para mantenerse en forma, pero llegó
un punto que hasta su paciencia –porque él también la tiene como
sólo Watson sabía– tuvo que quejarse de aquel energúmeno que no
era digno del renombre de maldad que su padre extendió.
En
la siguiente vez, decidió derrotarlo ese mismo lunes antes de
dedicarse a un nuevo caso. Lo arrinconó tras desbaratar el nuevo
plan y le exigió sobre su insistencia:
–Es
porque sé que puedo derrotarte.
Sherlock
sonrió fingiendo que le divertía. En el fondo deseaba lanzarlo por
el vacío que rodeaba la azotea de tan peculiar escenario. De ser
inmortales los hombres, se habría dejado llevar.
–¿No
es por vengar a tu padre?
–Para
nada. Era alguien odioso que jamás supo hacerse de querer.
–Entonces
déjame en paz si acaso no es la venganza tu motivo.
–¿Y
si lo es me dejarás atormentarte hasta en la tumba?
–Tampoco.
Es una forma de hablar para que, hasta un tipo como tú, lo entienda.
–Pues
muy bien.
–Dime,
¿sabrás dejarme en paz de alguna forma?
–No
hasta que te derrote.
–¿Y
cuántas veces son...?
–Si
no supiera que puedo derrotarte no insistiría.
–Son
suposiciones, y repetirte no aportará jamás –destacó– nada
más. ¿Acaso no has leído mis libros?
–Sí.
Los adoro. Y por eso mismo sé que no eres invencible.
El
detective posó su mano en la barbilla. Deseó tener la pipa a mano:
ese hombre lograba provocar en él un mínimo de reacción.
–Por
tu gesto –continuó el intento de villano– intuyo que deseas
saber. Vaya que sí. Déjame explicarte.
–Venga
–dijo y bajó la mano–. Adelante –invitó y resopló.
–Mi
insistencia es por dos motivos. La primera es porque no hay nada
seguro en este mundo, por lo que el concepto del cien por cien es
erróneo...
–Bueno,
tú y yo existimos. La verdad es real si es posible ser creída.
–Bien
que me parece, porque apoyas que tampoco hay una infalibilidad.
Mi padre siempre me ganaba jugando al ajedrez, pero yo sabía mejor
que él que tenía sus días malos, que su mente no podía estar al
máximo rendimiento todo el tiempo, que incluso él cometía
errores... sólo era cuestión de ser paciente e intentarlo.
–Tú
también funcionas por esa variable.
–Pero
como me lo tomaba más en serio, me sucedía menos.
–Si
hubiese sido en un juego a muerte no habrías tomado esa estrategia.
Dime, ¿lo llegaste a ganar?
–Jamás
lo derroté, pero sí logré arrinconar a su rey lo suficiente como
para tener en cuenta cada una de mis jugadas siguientes. Bien sabemos
qué expresión ponía cuando se tomaba algo en serio.
Sherlock
se mantuvo. De verdad necesitaba esa pipa.
–Lo
segundo es que, a cada intento, aprendo y mejoro. La derrota me hace
más fuerte, tú me lo enseñas con tu odio indirecto y casi
inexistente. Eso ayuda a que el primer motivo vaya descendiendo
–acomodó un poco mejor los pies–. Noventa y nueve, noventa y
ocho, noventa y siete... tarde o temprano estaremos en igualdad de
condiciones.
–Las
personas no funcionamos por porcentajes como las máquinas.
–Puede
ser, pero para mí es la verdad –remarcó–. Soy mejor cada
semana, aunque no te percates. Ése es tu problema, señor Holmes,
que olvidas cómo es la naturaleza innata de las personas debido a
que tú tuviste que aprenderla. Funcionas por teorías, eres el
maestro de ellas gracias a tu inteligencia y poder de deducción tan
certero. Pero eso te ha encerrado en una burbuja de divinidad. Y que
yo sepa...
–Los
dioses no existen –aventuró Sherlock como final de la frase.
También
fue el final del discurso por cómo el vil se dio la vuelta y comenzó
a huir. El detective no hizo nada por evitarlo. El hombre se detuvo
en su escape y giró su rostro para mirar y hablar por encima del
hombro:
–Señor
Holmes, decenas y decenas de casos lo alaban, pero en ninguno de
ellos ha perdido. No le puedo desear peor suerte a un hombre.
El
rival desapareció por la cornisa, saltando convencido a la escalera
de incendios que habría justo debajo. Sherlock dejó pasar unos
minutos, evaluando lo hablado y soñando despierto con tabaco.
Comenzó a andar y sonrió con sinceridad; le empezaba a caer bien
ese hombre.
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