Siempre le
resultó irónico que los científicos fuesen más cercanos a Dios
que los propios hombres de fe. ¿Acaso no eran ellos los de la
práctica? Lejos de teorías y oraciones, fascinados por igual por
las hojas en el viento bajo la luz del sol, con el aliciente de
querer alcanzarlo con inventos e ideas.
El
científico se limpió el sudor de la frente con la manga de la bata.
Tragó saliva como gesto contra su hallazgo.
No
significaba que el mundo fuese complejo. Era ver una calle –un
paseo con árboles– y su fascinación se desataba. Cuan complicado
elaborar a la madera para que obedezca a la luz. La mente humana lo
ve enredado, pero no tiene miedo a comprender hasta sangrar el
cerebro y la voluntad con tal de comprender. No, la verdad no era que
fuera complejo, porque el mundo es lo que es. Existe antes que las
personas, descubriendo que son ellas las simples.
La vida es
relativa. Bien lo comprendía ahora que veía el resultado de su
experimento tras los ojos empapados de sudor: había descubierto que
él, el científico, no era real.
Observaban
unos restos polimórficos, si acaso entendían del todo la palabra. A
primera vista, cuando lo vieron a los lejos pasando con la camioneta,
debió de haber nacido la impresión de que fuera un ente tentacular.
Pero allí no había molusco que valiera:
–Creo que
es algo metafísico.
Su compañero
dudó de preguntar. La palabra sonaba tan chunga como esa misma forma
torcida; tergiversado el verbo hecho carne.
–Explícate
–se animó.
–Es...
–intentó disimular–. Pues eso. Dentro de lo físico.
–Suena
pervertido.
–No. Es
aplicado a lo... –se entrecortó–. Como capas. “A la
filosófica”. ¿Entiendes?
El silencio
tampoco lo comprendió.
–Macho,
que todo hay que explicártelo...
–No me
jodas, míster metafísico. Suena nuclear.
–Pues no,
besugo. Es más teórico, de palabras. Ésta cosa del suelo es una
representación de nuestra imaginación pasada de tono...
–Tú serás
quien piensas de ese modo, tío.
–Digo en
general –aclaró y carraspeó. Pareció más centrado y animado–.
Es una especie de castigo dócil de Dios por pensar en lo que no
debemos.
–¿Te
estás escuchando? ¿Castigo dócil?
–Yo me
entiendo. Digo que los pensamientos y la imaginación también pueden
tomar forma física. Real. De carne y hueso.
–Sí, sí.
–Y esto es
lo que pasa –dijo y señaló a la deformidad personificada de dos
metros. Se intuían las dos piernas y por lo menos tres brazos. Su
boca torcida parecía natural, rellenada de colmillos que en vida
debieron de causar estragos también en lo mental. Su piel era entre
amarillenta y blanca, llena de arrugas sólidas que bien servirían
de protección.
–Lo
cargamos a la camioneta y lo llevamos a la granja.
–En las
películas nunca da buen resultado hacer eso.
–¿Me vas
a venir ahora con que te crees las pel...? –se cortó cuando su
compañero señaló con obviedad y ambas manos al cadáver de la
criatura–. Vale, vale. Larguémonos por si acaso y le comentamos a
los del pueblo. Que se adelanten los bomberos.
Subieron al
vehículo. Por suerte el motor arrancó a la primera. Durante el
camino charlaron un poco más:
–Es lo que
pasa cuando piensas demasiado en cosas metachungas...
–Metafísicas.
–Joder,
que lo sé. Decía que se acumulan hasta que ya no hay hueco. Quiero
decir que, aquí no lo veremos porque Dios debe de tenernos mucho
aprecio, pero por otros planetas y estrellas debe de estar eso más
lleno de mierda imaginada... –alargó–. Menuda la que se estará
liando.
Callaron un
minuto que no se pudo medir.
–Oye,
¿estás pensando lo mismo?
–Sí. Pero
tengo miedo.
–Lo diré
yo. ¿Por qué de repente sabemos todo esto?
A través de
la ventana podía ver el espectáculo de la fuente. Eran una docena
de chorros de agua a presión. Llegaban a un metro de altura,
entrecruzados con otra docena de chorros inclinados como en una
reverencia. El agua reflejaba, y podía imaginar el sonido. Se
preguntó cuánta gente pasaría por allí al cabo de un día sin
prestar atención al agua danzante. Cientos de personas y ninguna
afectada, salvo por pocos como él, que se dejaban atrapar sin motivo
por esa red transparente que aceleraba a su imaginación, tan
abundante pero escasa en el mundo... hasta ahora.
Apartó la
vista de la ventana y miró a su compañera de trabajo, Eva. Seguía
absorta, ida como si hubiese recibido un golpe. Apenas había probado
del vaso de plástico con café. No era para menos, pues él acababa
de descubrir un secreto que cambiaría la mente de la humanidad.
Sucedió tras un lapsus mientras conducía dirección al trabajo,
despertado cuando los claxon de los coches de detrás formaron una
marea de sonidos. No dejó de darle vueltas a ese pensamiento, y
hasta que no lo comentó con su compañera no terminó de convencerse
que de verdad era... ¿impresionante? ¿Vital? Debía de compartirlo
con todos, y no le parecía casualidad que su trabajo fuera idóneo.
Sus jefes
esperaban que subiera una nueva noticia en la web del periódico. Era
una exclusiva que sólo ellos tenían, ahora empequeñecida comparada
con el secreto que se infiltró en su mente. No creyó que les fuera
a importar que cambiara la noticia. Sólo le quedaba pulsar el Enter.
La información se había escrito rápido porque no era mucho.
Resultaba abrumadora tanta sencillez.
Eso le llevó
a pensar si acaso los primeros secretos de la existencia seguían
iguales a día de hoy, o si acaso se habían tergiversado de boca en
boca y de escrito a escrito. Tales verdades mancilladas por culpa de
la imaginación y el error... se dijo que podría no ser así, que
cuando una verdad es genuina se mantiene pura, impregnada con
exactitud en la mente de quien la descubre, contada al detalle debido
a la maravilla de su lógica. Sí que era posible que algunas
hubiesen sido olvidadas, necesitadas de volver a ser “recordadas”
gracias a la imaginación cuando viste su traje bajo la forma de la
creatividad.
“La
verdad es real si es posible ser creída”.
Miró a la
pantalla y suspiró. Su compañera, que la percibió por el rabillo
del ojo, se animó a beber del café frío.
–Al... –le
llamó.
Pulsó el
Enter.
El universo
se destruyó.
–
Notó el
picor en el caparazón. Despertó y por manía intentó rascarse con
una de sus pinzas. Recordó que no llegaba. Ya dio igual.
El Creador
se desplazó con sus patas lo suficiente para despejarse. Se esperezó
y brilló; bostezó y resplandeció. Alargó uno de sus ojos hacia el
lomo. Afirmó con calma que el Universo se había destruido. Tendría
que probar otro sistema con el nuevo.
Sus pinzas
chocaron entre sí para producir un ritmo. Ondas fueron tomando
forma, completadas por el tatareo del Creador. En esa ocasión
añadiría a la fórmula un poco de sus escamas. Alargó hacia atrás
una de las pinzas y se rascó. El resto fue acercar, soplar y crear.
El remolino
primigenio se calmaría más tarde que temprano, mostrando la nueva
forma del Universo. Todo vueltas, girar y girar. La inercia que
llamarían gravedad sería de lo poco tan cierto y eficaz como él...
se dejó llevar por el borrón giratorio; tormenta de su propio ser.
Pensó en
cómo solucionar lo de sus hijos. La última vez había engendrado a
un igual que se encargara de crear y guiar vida, pero se le había
rebelado por orgullo de creerse más capaz, por lo que a su vez sus
hijos se le rebelaron de igual forma. A los diminutos no les faltaba
razón. ¿Cómo podía un ser perfecto crear algo imperfecto? Se
dijeron en secreto que era un falso Dios y que el verdadero debía
ser otro. Pronto lo ignoraron hasta el punto de dejarlo de ver y
recordar y evolucionaron con conclusiones propias que nunca llevarían
a nada. Tras incontables veces –literalmente, porque así podía
concebirlo– no habían acertado todavía. En el fondo le divertía,
puesto que una vez lo lograran sólo sería el primer punto de un
eterno... así es la vida, disconforme aunque le regales el infinito.
Se
desprendió del trozo nuevo de su caparazón regenerado y creó a un
nuevo yo. Le dejó obrar sin mostrar su existencia, por ver qué
sucedía esta vez mientras durmiera. En verdad no había despertado,
sólo se adaptaba para que le entendiese quien le escribía; quien le
leyera.
–
Sherlock
Holmes salió temprano de casa tras dormir tres horas. Se sentía
fresco y con energía porque así se convencía. Iba a visitar a
Lestrade para ver si en esa nueva semana le había picado pronto la
mosca... recordó y olisqueó alrededor, dando una vuelta sobre sí.
Miró debajo del vehículo. Nada. Subió y condujo hacia comisaría.
De camino se percató que por esa calle cargaban un piano con una
cuerda hacia un piso alto. Frenó sin necesidad y esperó. El piano
no cayó. Siguió adelante. Pasó por el mercado, atento a cada
persona de negro con la cara tapada... no había ninguna. No parecía
haber nadie sospechoso. Nadie con cara de peligroso. Se sintió un
poco... ¿decepcionado? Meterse un poco con Lestrade le animaría.
–Watson,
Moriarty Jr. no ha actuado aún. ¿Qué crees que tramará?
Su gran y
paciente amigo bajó el periódico. Lo miró alzando una ceja.
–¿Moriarty...
junior? Esa sí es buena –regresó la vista al papel, pero
enseguida volvió a Holmes–. Lo cual es raro porque no tienes
sentido del humor. ¿Qué sucede, Holmes?
–¿Que no
tengo humor? Por favor, que soy inglés.
–A veces
lo dudo. A no ser que el planeta Venus entrelazara su linaje real con
el nuestro...
–Céntrese,
Watson. Me preocupa que el hijo de Moriarty esté ahora mismo por
aquí.
–¿El hijo
de...? Que nosotros sepamos, mi querido Holmes, James Moriarty nunca
tuvo hijos.
–¿Y me
dices a mí que no tengo sentido del humor? –insinuó descarado
Holmes.
Eso alteró
a Watson, que bien reconoció que su amigo no mentía. Esa reacción
a su vez impresionó a Sherlock, reconociendo que ninguno de los dos
iba en broma.
–¿Me
estás diciendo que no ha habido un hijo de Moriarty que nos lo ha
puesto difícil...?
–Que te lo
ha puesto difícil. Pues no.
–No.
–Que no.
–Ya veo.
Espero que pronto ilegalicen el opio.
–¿No lo
hicieron ya? –dijo Watson y le invitó a ser ignorado cuando alzó
el periódico. Había vuelto a perder en las apuestas de caballos,
así lo apreció Holmes por cómo apenas arrugó la página.
Sherlock
Holmes subió a una azotea tras decidir dar una vuelta para
despejarse. Ni ruedas pinchadas o suelos resbaladizos. Ese nuevo
villano había sido como un sueño. Meditó sobre ello y comprendió
que, aun irreal, bien había aprendido de ello. Comenzó a preparar
una pipa, tosiendo un poco ansioso por imaginar las caladas.
Fumó
soltando poco humo. Miró hacia el cielo, pensativo por algo que se
le escapaba. De todos los misterios a los que se había enfrentado,
esa duda constante se le resistiría. Él también sabía fallar,
pero imaginó que, si no lo resolvía, tampoco sería tan importante.
Formó en el aire un anillo de humo que se desintegró de manera
formidable.
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