Hay palabras
que son similares entre ellas. Dos de ellas son Suerte y Muerte,
capaces de definir tu vida. Puedes tener suerte y salvarte de la
muerte, o no tenerla y no ser capaz de escribir estas palabras. De
esos similares, casi sinónimos, he meditado sobre Sentido y Destino.
No he profundizado, pero su etimología debe contener una similitud.
A mí nunca me ha importado el destino, ¿para qué? Si encadenados a
los días nos dejamos llevar, si hasta los que han escapado se buscan
a sí mismos entre posesiones y logros. El destino debe de ser un
invento de la esperanza. Aun así –cosas de esa vida predecible que
a veces te da sorpresas– me encuentro en un bar debatiendo con un
más que curioso parroquiano. Intento invitarle yo a las cervezas,
pero alega “que no es mi destino hacerlo”. La trama de la vida es
un pañuelo.
Conocí a este compañero temporal por Internet. Ni chats, ni foros,
ni tonterías de esas. El caso fue que navegando entre derroteros que
no se ven encontré una web donde poder hacer tratos de cualquier
tipo. Cualquiera. Pensé y descubrí demonios conforme leía las
opiniones, y me pareció original y gracioso el ambiente tan logrado
de aquel lugar. Había leído sobre lugares igual de raros donde
poder comprar y vender fantasmas; o donde poder fabricar muñecos
vudú auténticos, pero ese fue de los que más me gustó. Sin
inmutarme, accedí a que viniesen a ofrecer mi trato, interpretando
por aburrimiento a un hombre que lo anhela y tiene todo y que nada lo
satisface. A las pocas horas alguien llamaba a mi puerta. Me levanté
pensando en uno de esos típicos comerciales de seguros y, bien, algo
así me encontré. Decía ser uno de los demonios solicitados, y me
costó librarme de él. No le di importancia pero, ahora que lo
conozco mejor, comprendo que se sintiera entre impresionado e
impotente porque su carisma no ejerciera poder sobre mí. De normal
la gente sensata suele escuchar, me dijo el demonio en la barra
varios días después en el bar cualquiera donde lo encontré.
Charlamos sobre los infiernos y he de admitir que no me impresionó,
en todo caso me mostré divertido por compromiso. Él cada vez
parecía más desconcertado, o puede que estuviera dejando acrecentar
la fascinación. Al principio de encontrarlo estaba enfadado, de la
misma forma que cuando lo despaché, como si aún le durara desde el
mismo instante, pero me invitó a la primera cerveza y se le pasó.
Fue un cambio de humor radical, pareciendo que le alimentase invitar.
Poco a poco profundizamos en nuestras personas y él me explicó que,
de mientras, ellos también tienen derecho a gastar el tiempo. Contó
que le encantaba realizar tratos, especialmente con otros demonios.
Explicó que el poder de un demonio se limita al pacto, incluso antes
de realizarlo si acaso es el deseo real oculto del cliente. Por eso
mismo iba pidiendo a demonios deseos tan estúpidos que limitaran su
poder. Así se rebaja un poco el ego y recuerdan que son unas
criaturas más de tantas del Creador. Los demonios más poderosos son
aquellos que se han dejado llevar demasiado, y necesitan de unas
lecciones al alcance de pocos. También me cuenta que un trato con un
demonio no tiene el porqué ser directo, algo tan sencillo como
nombrarlo en una canción o relato es suficiente. Eso explica por qué
la música buena se los lleva jóvenes.
Una cosa lleva a la otra y una risa a la otra. La verdad que rio por
compromiso y él se percata. Pregunta sobre mi desazón y sin
pensarlo le cuento que no me motiva nada, que si me pidiese hacer un
trato no lograría poder alguno.
–Puede que tu deseo sea tan grande que no puedas definirlo.
Eso me anima y me extraño. En mis ojos se delata una respuesta y él
me insta a escupirla. Accedo y se queda boquiabierto; imagino que
debo de ser de los pocos humanos que han visto a un demonio
sorprenderse tantas veces.
Mi deseo
real oculto me llevó a sentarme en la terraza de mi hogar. El
demonio confesó no estar a la altura de mi designio y me indicó, si
así de verdad lo quería, el modo de llegar al único capaz de
cumplir tal voluntad. Me dijo que desde el atardecer al alba quedara
mirando fijamente al lucero del alba. Era el modo de alcanzar mi
deseo, y me dejé llevar una vez más. Quizás la última vez más.
Atrapado por el frío de la noche y mis pensamientos a la par,
observé a la estrella que en verdad es un planeta. Conforme sangraba
el cielo empañando de negro el todo, olvidé qué significaba la
palabra planeta. Mi conciencia se fue desangrando también y poco a
poco atribuí convencido que esa era la única estrella del cielo, un
sol real lleno de energía infinita. Su luz fue borrando la negrura,
creando un nuevo cielo blanco que no había visto jamás. Temía
mirar el reloj –antes de olvidar el concepto del tiempo– por si
acaso me sacaba del trance percatarme de las horas que habían
trascurrido mirando al lucero. Su luz llegó al punto de impedirme
pensar en nada más, y creo que hasta olvidé cómo respirar.
¿Qué quema
más? ¿El hielo o el fuego? Tal duda me surgió cuando comencé a
caminar entre picos de hielo grueso, geométricos en sus puntas.
Mezcla de cubos y pirámides blanquecinas, azuladas, parpadeantes o
casi transparentes marcaban el camino, como si acaso estuviese
caminando en el mismo cielo nocturno que había quedado invertido.
Una niebla espesa impedía ver mis pies, y una impresión al no ver
salir vaho de mi boca me abarcaba. Allí no existía el frío porque
no era necesario, porque, imagino, hay modos más eficaces y reales
de afectar y dañar.
El recorrido resultó extenso, no sorprendiéndome si descubriera que
era infinito. La monotonía del paisaje helado y oscuro, carente del
sentido de cielo o techo, me fue hipnotizando. Al final anduve sin
más, no sabiendo si la fatiga me afectaba, temiendo recuperar la
conciencia y que de golpe cayera rendido, casi muerto... encontré el
motivo del camino. Él.
Sobre un trono esculpido con paciencia de siglos se hallaba el ser
más hermoso. Andrógino, de largos cabellos entre rizados y lisos,
blancos como su reino. Ojos incoloros como su piel o labios. No era
alto, pero suficiente para imponer la voluntad que improvisara en ese
mismo instante. Su postura era descansada y ladeada, como el del
clásico señor al que dos esclavos abanican. Qué vulgares parecen
esos reyes en comparación.
Sabía a qué venía, pero era necesario que lo explicase. Era
necesario que lo sintiera y confesara, que lo rogara aunque no lo
mostrase, arrodillado en alma, llorando en lo invisible como ofrenda
a la grandeza de uno de los primeros hijos...
–No eres creyente, deja de actuar.
...sólo existe un concepto...
Mi mente se calmó y recordé quién era. Lo miré y mis emociones no
mitigaron. Aparté la mirada para charlar con Él.
...no hay Él, sino muchos...
Analicé su comportamiento tan pasivo, como si de tanto aburrimiento
ésto mismo hubiese sido olvidado o muerto. Alrededor había luz, y
eso me obligaba a pestañear más de la cuenta. Él sin embargo no lo
hacía, resultaría un gesto tan débil como molestarse por mirarse
en un espejo.
Para no hacer esperar a alguien como ese ser, apresuré a confesar el
motivo de mi visita que de todas formas ya sabía. Le nombré como el
príncipe de lo que era y me corrigió que le confundía con nuestro
hermano. No quise seguir pasándome de listo:
–Verá –inicié–, estoy atrapado y quiero ser libre. ¿Tanto es
pedir?
–No culpes a la forma de ser de la sociedad, ella se limita a
cumplir y lo está haciendo bien. Los humanos queríais una
perfección y equilibrio digna del Edén. Nunca os conformáis.
–¿Es por eso que morimos? ¿Porque nunca estamos conformes?
No respondió. Sus palabras no debían ser gastadas en cada pregunta
aunque pudiese responderlas a todas durante años.
–Como le dije al demonio del bar –dije y tragué saliva–. No
quiero tener destino.
Él no habló ni se sorprendió. Así debía ser.
–Tengo derecho a no tenerlo, ¿verdad?
Alzó una mano.
Estuve expectante, entornando la vista por lo débiles y doloridos
que estaban mis ojos de tanto aguantar la luz, entre artificial y
natural. Fue entonces que bajó el brazo, dando la impresión de que
jugaba o experimentaba con mis reacciones.
–Cada uno tenemos asignada una estrella del cielo –dijo–. Sal y
búscala. Yo haré el resto.
...así tiene que ser...
Desperté.
Tardé unos segundos –o minutos, no quiero saber– en pensar con
claridad. Supe que no había sido un sueño. Esperé a la nueva noche
para buscar por mi estrella.
Cómo encontrarla depende de cada uno, pero en mi caso no fue
difícil. Sabía muy bien lo que quería y eso influiría. En mitad
de un bosque sin nombre, me fijé en las estrellas del cielo nocturno
que asomaban entre las negras ramas y hojas oscurecidas. La ausencia
de luz facilitó la visión del vestido de la noche. Me acerqué a un
árbol que me atrajo de especial modo. Olía a animal y putrefacción.
No me importó, fascinado por la estrella que justo asomaba entre dos
ramas gruesas y retorcidas del árbol, tan enorme la casualidad como
la visión que tapaba su infinidad de hojas.
No sé cuánto tiempo pasé observándola, con una sensación de
familiaridad a pesar de no saber ni su nombre. Me recordaba a los
bellos ojos sin color del caído, aquellos que no pestañean jamás.
Entonces, un brazo digno de una pintura del Renacimiento, surgió
dentro de mi vista –¿o fue en el mismo cielo?– y realizó un
movimiento descendente. Atrapó a la estrella como si lo hiciera con
una mosca. La luz ya no estaba.
Reconozco que los primeros días me sentí feliz y egoísta. Miraba a
los demás como si fuese superior, sentimiento que fue evolucionando
a una nueva clase de apatía. Me llamaron del trabajo para saber por
qué no acudía. La respuesta les dejó claro que ya no me importaba.
No volví a ver a mi jefe, y eso vale mucho. Creo. Semanas después
intuyo que me tocó la lotería o algo parecido, pero no lo sé
cierto. La verdad que me da igual. Dejó de importarme hacer el amor
con mi novia o con la vecina. Ella se fue sin decir nada, ¿o sí que
discutimos? Creo recordar que también tenía un perro, pero no lo
encuentro. Sólo queda el cuenco donde comía, vacío desde entonces
o antes.
Me cansé de mi casa y me mudé. Me cansé de mi ciudad y me mudé.
Me cansé del país y me fui lejos como un nómada. Al principio
sabía dónde iba, pero cuando ya vi todo lo que quería ver sin
impresionar mi rostro, comencé a seguir al sol. Por la noche el
astro ignora al mundo, así que comencé a seguir al lucero del alba
por motivos que no entiendo.
Años después, sigo vagando. Tampoco sé decir cuántos kilómetros
llevo. Sencillamente los llevo. Ahí están y estarán. Mis medidores
hace tiempo que se fundieron. Pero da lo mismo, lo importante es
seguir esas luces, encontrar el motivo del porqué lo hago. ¿Qué
hallaré?
¿Lo encontraré? De ser así, me da lo mismo.
Donde el
hielo jamás se derrite, Él crea a partir de barro y hueso un
ejercito de no nacidos. Su última adquisición es el hijo de alguien
que esquivó a su destino. No resultaba el primero, ni sería el
último. El nuevo soldado era un hombre que iba a ser un gran
ingeniero, revolucionario. Ahora la humanidad no podría disfrutar de
sus ideas, tendría que esperar a que otro las creara tarde. Siempre
tarde.
...nunca es pronto...
Pero no permitiría que los talentos se desperdiciaran. Sería uno
más para el ataque final. Lo hacía para demostrar a su padre que le
daba la razón, que Él, el Creador...
...o Creadora...
...una vez más tendrá razón. Es el equilibrio, cuando lo derrote
demostrará con designio que hay un principio...
...y un final...
No hay otro modo. Nunca ha existido el destino, sino lo que tiene que
ser...
...y será...
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