Estudió
toda su vida para arquitecto especializado en torres. Repasó toda
estructura que describían los libros y conoció en profundidad los
edificios del pueblo, pero las torres era lo que más le llamaba.
Quería alcanzar el cielo, quería domarlo siendo el primer hombre en
la lejanía, besar labios celestes y sucumbir a la majestuosidad de
lo que hubiese detrás y que tanto prometían los astrónomos con sus
largas vistas. Sería un reto, pero incluso la propia palabra torre
lo contiene: la estructura estaba destinada a existir.
Comenzó la construcción de la base al poco de licenciarse, sin
disfrutar de descanso o siquiera presumir de cualquier logro. Ya lo
haría cuando terminara la idea de su vida que había comenzado tan
pronto.
Al día siguiente comenzó con el primer piso, y así mantuvo el
ritmo de uno por día. Tal prisa se daba que la estructura fue
mostrando un aspecto de tosquedad, tan propia de la testarudez. El
tiempo pasó y su motivación no mermó, todo lo contrario, se
saltaba hasta los días festivos cuando se abraza con sinceridad a la
familia. Cuando terminara ya tendría tiempo de hacerlo todos los
días. Pronto perdió la cuenta de los días, por lo que los meses
significaban menos aún. Cuando terminara ya recuperaría todo el
tiempo perdido.
En el primer año casi desfalleció, pero no por agotamiento, si no
por las vistas que le abrían a un nuevo mundo que no conocía. En el
inalcanzable suelo estaba su pueblo y la verde tierra que tan bien le
conocía. Desde la altura era tan diferente y a la vez familiar, tan
lejana a la vista pero cercana al corazón. Se mantuvo tiempo mirando
la lejanía y las formas que se conformaban alrededor. Tocó una nube
por primera vez y descubrió que no sabían a nada. Aquella agua era
tan inmaculada como la del río de su niñez, y al beberla le dio
fuerzas para continuar, pues había demorado preciados minutos que ya
tendría tiempo de gastar.
Conforme pasaron más años, hombres de toda índole subieron a
hablar con el arquitecto para que bajara y olvidara su empeño, que
la altura alcanzada ya se consideraba toda una proeza. Pronto nació
la leyenda real del hombre en lo alto de la torre, el que dormía
entre nubes y se bañaba en el más puro de los azules, capaz incluso
de conceder deseos debido a las maravillas y tierras que había
encontrado allí. El cuento también hablaba sobre una competición
entre mil hombres por demostrar ser capaces de, primero conquistar la
torre y sus escaleras, y segunda la proeza a la altura de rescatar al
hombre de sí mismo. La leyenda se mantuvo mucho tiempo, lo que
significaba que nadie lo logró.
Se llegó a un punto en otro año en que el hombre ya no se cansaba
del azul, si no del negro. No había nada más allá de la cúpula
divina, sólo otra clase de mar hecho de poco aire y de la negrura
más imparcial. Tal cielo anodino tenía su premio al llegar la
noche, cuando las estrellas surgían sin prisas, tímidas, para guiar
los barcos de los dioses que volaban en la imaginación del hombre
hasta el punto de existir. Sonreía por notar que merecía la pena
seguir, a pesar del agotamiento físico y sobretodo mental, de la
pesadez al respirar y la monotonía que a veces vestían decenas de
horas.
No se supo cuando, y mucho menos él, pero llegó algo, un detalle
invisible, que significaba el último año. Ya nadie subía a la
torre para intentar ver al hombre. Las estrellas se mantenían todo
el día fuera, y eso lo hartó a los pocos días. El aire no vivía
allí y tenía que respirar pura voluntad para seguir adelante. Allí
no había nada, había conquistado al mundo en vano. Deprimido,
comenzó a bajar las escaleras como un sonámbulo consciente de su
caminar entre las pesadillas.
Una vez abajo, vio todo cambiado. Sin embargo casi todo estaba
idéntico a como lo recordaba, pero lo veía con otros ojos. Abrazó
a su familia y sintió un valor que lo abrumó. Se sorprendió por su
nieto y lamentó los años que no le vio crecer y aprender. Conforme
pasaban los días y se acomodaba otra vez en su casa, un sabor amargo
fue naciendo en su boca. De repente echaba en falta construir la
torre y las vistas al infinito en todas direcciones. Sentía como si
le faltara algo aunque lo tuviese todo de nuevo. No le dijo a nadie,
pero lloró escondido. El motivo de no contarlo era porque ni él
mismo sabía por qué lloraba.
Lo inevitable sucedió, y una noche toda la gente del pueblo despertó
al unísono. Casi al mismo tiempo todos asomaron por puertas,
ventanas y esquinas. El arquitecto fue el primero en correr hacia la
dirección de lo sucedido, por ser el único que escuchó un grito
profundo como la tierra en lugar del estruendo que produjo la torre
al chocar contra el suelo. El anagrama de reto y sueños yacía a lo
largo hasta el horizonte, convertida en otro concepto que no se
atrevió ni a plantearse. Quedó allí oculto entre la enorme nube de
polvo que tapó el cielo por un día entero.
Pasó otro tiempo hecho años, y el hombre apenas hablaba o analizaba
sus movimientos. Estaba tan sumergido en lo que había hecho en su
vida, en lo único que sabía hacer, que construía por dentro otra
clase de torre inaccesible para cualquier persona que no fuera él o
sus monstruos imaginarios. Paseaba contemplativo dejándose llevar,
como si los pies estuviesen vivos, quizás guiados por las propias
criaturas, y más de una vez se sorprendía yendo en dirección a
donde cayó la punta de la torre. Cada vez que tomaba ese camino
creado a la fuerza, llegaba un poco más lejos antes de dar media
vuelta y volver a casa. Un día algo se activó en su cabeza, pero ni
siquiera él lo supo, y anduvo todo el largo camino de la torre
derruida.
No se sabe si tardó los mismos días que años tardó en concebirla,
pero llegó a la punta de la torre que justo había caído sobre un
río, ocupando todo el ancho con exactitud de centímetros. Cruzó el
río con facilidad gracias a ese piso improvisado sobre el agua, y
eso le brindó una idea. Pronto practicó y construyó un puente
sobre ese mismo río, que con todo lo que había trabajado y
aprendido le resultó extremadamente fácil. Tal que era así, que se
preocupó en darle formas y adornos dignos del mejor artista.
Conforme hizo el viaje de vuelta, buscó por otros ríos y grietas,
por enormes agujeros y descensos peligrosos, para poner allí puentes
que ayudaran a cruzar y olvidar con comodidad todo sentimiento de
peligro. El material que usaba era el de la propia torre muerta,
carne casi infinita que volvió a nacer gracias a las manos de un
creador compasivo.
Una vez llegó a casa, se sintió otra vez lleno. Una semana después,
tras resolver todo asunto pendiente, hizo el equipaje y frente a la
puerta de casa besó a sus familiares y les dio el mejor abrazo para
el recuerdo. Volvió a recorrer el camino de la torre, recogiendo los
mejores pedazos en puntos de los que se sentía más orgulloso para
así crear nuevos puentes en zonas que había pasado por alto. Una
vez llegó al río donde se originó todo, allí en la punta de la
torre y por lo tanto de su mundo. Cruzó y se adentró en tierras de
color verde, tan hermano del azul que recordaba, tierras que no había
podido conocer ni cuando estuvo observando en lo alto del mismo
cielo. Caminó sin pensar con el corazón definido y completado
gracias a trozos de su propia creación, recorriendo caminos que aún
nadie ha pisado hoy en día.
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