Contra el
suelo y el vientre atravesado. Ese mafia lo tenía cogido y lo
exprimía hasta sacarle el alma. El siguiente pincho le atravesó el
trasero, su hermoso culo defecador... ya no supo más cuando la
cabeza se le partió en dos.
Dientes
seguía haciendo honor a su mote conforme sonreía de forma
exagerada. Su tono de piel oscuro hacia destacar siempre su dentadura
blanca y pura. Era increíble que siguiera teniendo mal aliento a
pesar de lavarse tanto. Debía de ser por el olor de su alma.
En el patio, Pequeño Jimmy, guardaespaldas y portero del local, le
llamó la atención para que limpiara esa porquería. Dientes quitó
los alfileres de la pequeña cucaracha muerta. ¿No decían que eran
difíciles de matar? Dientes debía de tener un don. Volvió a
sonreír.
En el salón principal, Rossando miró alrededor a su público y se
sintió preparado. Volvió con manía a mecerse el bigote y gritó
como inicio al espectáculo. Era la oda al rey; el himno a sí mismo.
Rosa, como lo llamaban en todos los círculos posibles de la ciudad,
era el jefe a la fuerza, trabajado su carácter, su honra, su carrera
y su santa polla. Se lo merecía, y todos le besaban los pies para
demostrarlo.
Su vida de criminal era secundaria frente a su verdadera vocación:
cantar, y desde que montó aquel local lo hacía todas las noches que
podía, sin jamás cansarse, sin morir su voz un ápice en cada
interpretación. Lo llevaba en la sangre y desde joven lo demostraba
cantando contra las tazas vacías del desayuno o cuando sentía que
el baño era su parte favorita del día al comprobar la buena
acústica de las paredes. Cantar era tanto que no pensaba de otra
forma, hasta que alguien le llamó “maricón” y algo se activó
en su cerebro. Un ansia de vengar su orgullo encendió la chispa que
hizo explotar el nacimiento de la decena de locales en su posesión,
de los ciento un hombres a su servicio, de la esposa con mejor culo,
la amante con las mejores tetas y del favor de los únicos indecentes
con honor, dueños conjuntos del destino de los ciudadanos y sus
bolsillos.
Era el amo con esclavos de todas las razas, y su canto recordaba cada
noche quién o a quién se pisaba primero y qué se cortaba para
abrir los caminos, ya fueran cintas de inauguración o las mismas
tripas de sus enemigos.
“Ya ha
comenzado” comentó Jimmy sin entonación. No le disgustaba
escuchar a su jefe, pero a la larga hasta la gran María Calas debía
de ser un muermo. No, imposible, menuda aberración acababa de
pensar.
–Me voy al baño. A mí la música me hace cagar –sentenció
Dientes.
Pequeño lo mandó primero al cuerno para que le fuera más fácil y
que hiciese lo que le viniera en gana, que no hacía falta que lo
compartieran todo. Su compañero aprovechó para remarcar que le
venía una cagada de las gordas, saturada de vicios con tropezones,
pero lo ignoró a tiempo antes de que fuera más explicito como tanto
gustaba.
Solo, Jimmy miró alrededor con puro aburrimiento. Se encendió un
cigarro entre medias de la apatía. Desde que Rosa había dejado
claro su lugar ya apenas había emoción. Nadie se atrevía a toser a
menos de un kilómetro de él, y sabía que poco exageraba. Los
buenos tiempos fueron los de conquista, pero ahora era dormir y
vigilar por sí acaso; solo por si acaso. Nada más.
Miró la cucaracha muerta en el suelo y maldijo al gilipollas de su
amigo por no haber limpiado. Se acercó con calma y analizó al
cadáver con mucha atención. “Mira que son feas”, era exagerado
comparar a las ex con esos insectos (si es que lo eran con todos esos
dones), y sintió un poco de pena por el muerto; tenía que
remediarlo cuanto antes y jugó a apagar el cigarro contra el vientre
de la cucaracha. Punteaba con ritmo primero, luego haciendo la broma
como si matase a un vampiro y por último retorciendo a conciencia.
No logró atravesar el torso, lo que indicaba una buena armadura que
ya poco servía.
Se adentró y buscó por la escoba y le dio al muerto el entierro más
digno que se merecía. La tapa del cubo se cerró al mismo tiempo que
el golpe final de una de las canciones del jefe.
Dientes regresó de su liberación. Se le veía como siempre, nadie
se explicaba el secreto de su eterna sonrisa. Aunque Pequeño Jimmy
bien sabía que muchas veces fingía, y esa era una de las veces:
–¿Qué te pasa, hijo de puta?
–Me duele la barriga –dijo sonriente–. Un whisky sana.
–¿Te duele? ¿No debería ser al revés?
–Es que he cagado a un mierda tan grande como tú.
Comenzó a reír de forma histérica. Mientras, Jimmy suspiraba y se
encendía otro cigarro como único remedio.
Pasaron varias canciones y los dos seguían aburridos en la guarda de
esa puerta. Era la zona del patio, ¿qué asesino entraría por ahí?
El jefe exageraba con la seguridad y aún no percibía que ya nadie
quería rozarle ni un pelo. Aunque lo matasen, sus hijos, primos o
incluso bisabuela clamarían con éxito la venganza. Si tendría el
favor hasta de los boyscouts, ¿de verdad le quedaban enemigos?
Pequeño miró a su compañero. Parecía estar embelesado en un
monólogo de sonrisas. Torcía una mueca y parecía hablar solo, pero
en realidad eran soplidos y gestos en murmullos de dolor:
–Subnormal, ¿estás bien?
–Yo... estoy.
–¿Te duele aún?
No hubo respuesta. Dientes se limitó a expresarle la única vez en
su vida que mostraba una cara de tanto horror. Acto seguido cayó
cara contra el suelo.
Jimmy se levantó y corrió a socorrerle. Intentó animarlo, pero no
servía. Parecía dormido y no conseguía despertarlo, algo imposible
porque Dientes estaba muerto.
Muerto.
Se incorporó sin dejar de mirar a lo que acababa de ser su
compañero. No le quedó otra que deducir que lo habían envenenado.
Un grito elevándose en su jefe fue la apoteosis de la conclusión.
Corrió a asegurarse que la puerta de salida estaba cerrada para que
no fuera entonces de entrada. Se introdujo dentro y llegó a la
cocina en busca de alguno de los cuchillos. Llevaba su pistola
encima, pero amenazar con un arma blanca (seguía haciéndole gracia
el irónico adjetivo) le había funcionado más veces. En el fondo
era también un poco tacaño y las balas habían subido de precio.
Sintió hasta la médula el olor. Quedaba lejos, pero era tan
penetrante que parecía que lo llevara en uno de sus bolsillos. Miró
por alguna comida podrida en la cocina pero estaba tan limpia como
siempre. No identificaba la procedencia.
Escuchó entonces el continuo goteo, alternado por chorros
estrellados. Si había mal olor y un líquido golpeando, no podía
ser si no el baño. Salió de la cocina y fue cruzando el pasillo. El
local favorito de Rosa no era otro lugar mas que la casa donde nació.
La mitad seguía siendo hogar que ya nadie ocupaba, mientras que la
otra era negocio lleno de beneficios y la garganta desbordada de su
jefe. Tan desbordada como el váter en ese momento.
El baño tenía el suelo lleno de agua proveniente de la taza
abierta. Vio como allí flotaba algo marrón. Apretó del botón de
la cisterna con esfuerzo de no mojar mucho sus zapatos pero no logró
ninguna de las dos cosas. El váter estaba roto y Rosa se iba a poner
furioso... se percató de qué era el marrón cuando apreció que se
estaba ahogando de forma literal.
Se alejó con asco y se sumó la angustia al presenciar como el agua
se llenaba de puntos marrones de todos los tamaños. Surgían del
fondo, disparados y acumulándose como un coral del mal gusto.
Cientos de patas nadaban y empujaban hasta el límite. Entonces
desbordó algo más que el agua.
Jimmy corrió sin querer mirar atrás. Regresó al patio sin soltar
en ningún momento el cuchillo, resbaloso el mango por el sudor.
Deseó entonces haberse quedado en el baño.
El cadáver de Dientes seguía boca abajo. Un muerto era inquietante
de por sí, pero Pequeño descubrió que quedaba en nada si en la
zona de un culo algo abulta y palpita. Dentro del pantalón del
muerto se movía un sentido que recorría las piernas. El enorme
bulto entre nalgas intentaba liberarse en un símil a lo que sí
había logrado el váter, intentando nacer en vano al no saber que se
había equivocado de zona e incluso de sexo.
Pequeño quiso vomitar, pero en todos sus años de matón había
aprendido a olvidar cómo se hacía, así que siguió corriendo para
adentrarse en la parte del local.
Tenía que avisar a todos cuanto antes.
Calamidad y
Roberto volvieron a mirarse los relojes al mismo tiempo. No lo tenían
planeado, les surgía así de tan buen entrenamiento por el que
presumir. Pero no lo hacían. Eran así de eficaces.
Los espectáculos de Rosa se hacían eternos. Podían haberlo matado
incluso antes de que entrara al local o en uno de los descansos que
realizaba cada tres malditas canciones. Pero no, su jefe bien les
había dado las instrucciones exactas de cuándo debía de ser su
muerte para que así fuese más poética y llena de justicia; o algo
de eso. Esperarían y cumplirían para seguir cobrando lo mismo.
Siquiera Rosa era de más valor para su jefe.
Parecía quedar aún la mitad del evento, y en parte fue gracias a
eso, y al aburrimiento y la ironía de haberse sentado justo allí,
que los dos asesinos se percataron de los ruidos. La puerta que les
quedaba a dos metros escasos era golpeada por una impaciencia. Una
mala espina se acrecentó cuando a Calamidad le pareció ver surgir
un bulto haciendo eses por debajo de la puerta. La oscuridad lo
engulló apenas dos segundos después.
Se levantó y Roberto hizo lo propio. Lo miraba con curiosidad,
deduciendo enseguida que no había sido el único en oír los golpes.
Se enfocaron a la puerta que ya había callado, emanando un sentido
sepulcral a pesar del gordo histérico llenando el ambiente.
Observaron la puerta cerrada y supieron que el cierre era de novato
para sus navajas y métodos. La abrieron y asomaron por el oscuro
pasillo que dejaba todo a la imaginación. Se adentraron como amantes
confidentes de aquella oscuridad que les envolvió hasta la mente.
Sintieron más que escuchar los pasos alejándose por una zona
contigua del pasillo. La única guía que tenían era la luz de
emergencia justo al final, lo más alejada posible, un punto
brillante que los guiaba como almas en pena. La voz del gordo sonaba
más grave y terrible entre los ecos de aquel pasillo. Era como si la
propia oscuridad les revelara el cántico fúnebre que sonaría el
día de sus funerales.
Sintieron las caricias en las piernas.
Los dos parecían en verdad programados para reaccionar de igual
forma, pues hasta a la vez sintieron las cosquillas recorriendo sus
calcetines y luego los pelos de las piernas. El dolor ya si que fue
diferente para cada uno.
Pequeño
Jimmy escuchó los gritos a su espalda y se giró. Supo que alguien
había abierto la puerta que conducía al salón principal, lo que
significaba que podía ser tarde. Iba a volver pero dedujo con
eficacia que si seguía por donde iba llegaría antes por otra de las
entradas y podría socorrer a quien lo necesitase.
Continuó sin pensar y al girar tropezó con algo blando que golpeó
con fuerza en su pecho. Eran las tetas de Marina, una de las
camareras. Ayudó a levantarse a la morena y se disponía a correr
cuando ésta le detuvo con una regañina histérica de la que no
podía reprochar nada, acrecentada cuando la asustó sin querer con
el cuchillo soldado a su mano.
Necesitaba alejarla cuanto antes, así que se quedó mirando sus
enormes pechos con mucho descaro. Lo único que logró fue un tortazo
e irradiar más la discusión. Debía pasar a otro plan para que se
fuera indignada cuanto antes, y realizó lo que siempre había
querido desde el mismo día que la conoció. Elevó la mano libre y
apretó uno de los pechos. También le salió mal, puesto que la
camarera se fue dejando:
–¡¿Para qué mentir?! ¡Tú también me gustas pequeño Jaimito!
Varios grupos de dos mundos chocaron por doquier. Que si los senos de
Marina, los testículos de Jimmy, las dos mentes de quienes discuten
por tonterías y la obligación contra la oportunidad definitiva del
primer polvo con el amor de su vida. Pequeño fue fuerte y la besó,
deteniéndola de continuar al hablarle en un susurro y prometer a la
mujer que no debían ir tan rápido, que lo romántico debía de ser
lo primordial para que todo marchara como en un sueño. Ella sonrió
y se bajó la camisa, dando otro beso que casi le rompió el cuello.
Era la primera vez que mentir no le gustó y que dolía tanto.
Siguió corriendo a pesar de la molestia en el pantalón y logró
llegar a la puerta: que también descubrió cerrada. Gritó y maldijo
tanta seguridad en vano, y se dispuso a dar una patada para tumbarla
cuando escuchó gritar a Marina. Acompañó la sorpresa y volvió
corriendo por el camino, notando como si su cuerpo pesara más por
culpa del sudor acumulado y la fatiga.
Dobló la esquina y vio a Marina espalda contra la pared, horrorizada
por el hombre que reconoció como a Calamidad, un sicario de una de
las más antiguas bandas rivales de Rosa. Los creían tan perdidos
que tenían la condición de olvidados.
Se abalanzó a socorrer a su princesa. La sobrepasó y se encaramó
contra el hombre. Fue tarde cuando se percató que era extraño que
éste andara como un sonámbulo, además de su lengua que quedaba
fuera, negra y abultada. Jimmy sintió el asco y no se lo pensó a la
hora de acuchillarlo. No surgió sangre de la herida del costado.
Miró el cuchillo limpio y tosió nervioso antes de arremeter de
nuevo.
Era como acuchillar a un muñeco de trapo, y Jimmy comenzó a hacer
caso al destino hablando en su oído para que lo empujara y corriera
junto a Marina hacia el salón.
Por el oscuro pasillo corrieron hasta adelantar a sus propias almas.
Aferraba el cuchillo en una mano y a su repentina novia en la otra.
En una noche había hecho más cambios en su vida que todo el peso de
los años acumulados. Eso le contaba su abuela, que toda una vida se
suele definir por un día concreto entre los incontables acumulados
como basura.
En el final quedaba la puerta entreabierta de donde surgía el canto
del tritón sobrepasado de ego al que llamaba jefe. Ni lo quería ni
dejaba de querer, su obligación era salvarlo. Porque...
No se quitaba de la mente que aquello en la boca de Calamidad no era
una lengua.
Aceleró el paso si era posible y Marina gritó de nuevo. Ambos
notaron lo que rozaba en la oscuridad como hilos de araña. Los
tocaba sin daño y por todas partes debido al impulso de la carrera.
Rozaban a su piel con fugacidad sin poder ser identificados,
rompiendo de paso moldes invisibles con las piernas doloridas.
Salieron al salón justo cuando Rosa emitía una nota muy aguda que
marcaba el final de la canción. Algo rozó la oreja de Jimmy. Todo
pasó tan rápido, pero tan lento en la mente, que nadie pudo impedir
que la línea de rastro negro se incrustara justo en la boca de Rosa.
El jefe cayó desplomado, sonando como el golpe final del timbal.
Las
ambulancias se llevaron a los cuatro muertos. Los fumigadores y
exterminadores intercambiaron los puestos dentro del local.
Muchos lloraban, pero no se sabía por quién. Pequeño sí que sabía
a quién tenía que dedicar sus lágrimas si hubiera aprendido a
llorar. Miró al bulto lleno de saliva, pequeño ser pataleante y
boca abajo en mitad del escenario.
El foco los iluminaba y destacaba lo invisible de sus miradas. Jimmy
soltó el cuchillo y comenzó a sacar la pistola.
Apuntó y disparó.
Aquello quedó desperdigado y amarillento, impregnado con un círculo
roto el negro de su alma.
Pequeño Jimmy se bajó del escenario con mucha calma, sin guardar
aún la pistola. Avanzó cabizbajo hasta Marina y se pasaron los
brazos por los hombros. Se fueron juntos dando la espalda a todo
aquel espectáculo que fue cubriéndose por una cortina de gas.