"Escuchamos
una y otra vez la misma flauta en un crío por la calle o en casa y
no tardamos en mandarlo a paseo, pero es oírlo en una canción por
la radio y se convierte en un éxito".
Y no es
difícil con un par de trucos de marketing predispuestos a violar a
la música. En nuestra cabeza aún resuena el eco de la infancia. Las
canciones infantiles nos son enseñadas en la tonalidad del Do Mayor,
y si se hace lo propio con un tema actual obtenemos una aceptación
inicial, un resultado de tema sencillo que se recuerda con facilidad
–lo que no significa que sea un tema de calidad–. Nuestras mentes
tienen aún conceptos infantiles que no deberían ser llamados así,
sino más bien con un término que defina un aspecto de la mente. Y
es que, después de todo, seguimos siendo niños jugando.
Seguimos
efectuando los mismos juegos pero con otro nombre y aspecto. De niños
corremos por diversión, de adultos por competición. Las peleas no
iban más allá de moratones y sustos, pero de adultos surgen
riesgos. Robábamos cromos, y eso fue en aumento hasta un bolsillo
repleto de billetes. Efectuamos aún el cometido de seguir
aprendiendo y aplicarlo, de intentar demostrar a los que nos parecen
más inteligentes de lo que somos capaces. De ver televisión o
similar hasta la saciedad con programas que ya creemos entender
mejor. De reírnos del prójimo; primero con sinceridad, después con
lo que llamamos bromas. De aprovecharnos del más débil o de quienes
tienen sin que fuera penado en aquellos primeros días de nuestras
lógicas.
No nos
engañemos, aún tenemos comportamientos de cuando críos, y se puede
comprobar si nunca hemos practicado el dibujo. Muchos adultos siguen
dibujando las casas y los animales de la misma forma que lo hacían
en el colegio. Si eso es así, imaginad a cuántos aspectos más de
nuestra personalidad se le puede aplicar el mismo principio. Se puede
notar en la manera que tenemos de defendernos o evadirnos y de
afrontar el miedo. Las manías y costumbres de niño pueden definir
también nuestra vida adulta.
Los juegos
de adulto son iguales pero añadiendo responsabilidades y riesgos. Un
niño, si juega a las cartas, no se complica en apariencia y apuesta
un aspecto que le es vital aunque no sepa que no es tanto que así,
pues es él quien le ha dado ese valor. Un adulto complica el juego
de las cartas y se apuesta algo de lo que sí es consciente que
necesita. Con tal que los demás no ganen, el niño hace trampas o
incluso se engaña a sí mismo al creer que los demás también se
verán afectados. Un adulto va más allá y se lo pone más difícil
a los demás al haber aprendido reglas del juego que no están al
alcance de todos.
A nivel
empresarial competimos como en un juego para ver cuál es la empresa
que más beneficios obtiene. Toda organización se basa en las mismas
reglas, pero sólo las más astutas sabrán modificar o ignorar las
reglas a su favor, de adelantar a las demás como si aún nos
estuviese esperando el profesor con el aprobado en la mano. De igual
forma se aplica a los deportes, artistas, empleados en plantilla... y
es que para todo nos enseñan a competir como si no hubiese
alternativa, cuando mas bien cada uno pasa por la vida hasta el final
con sus propios métodos. Se puede observar en un grupo de amigos,
cada uno con su estilo, forma de pensar, manías y profesiones (de
tenerlas) que, hagan lo que hagan y por mucho que digan del estilo de
los demás, todos llegarán al mismo punto y habrán vivido la vida
por igual según sus preferencias, sin por ello competir hasta dejar
de ser persona.
Surge la
duda si es acaso cosa de los niños que imitan lo que ven, de querer
ser mayores cuanto antes. Creo que un poco de cada, porque después
de todo hay adultos que tienen influencias y ejemplos que idolatran y
de los que aprenden como con los hermanos mayores.
En resumen:
seguimos jugando. Solo que si pierdes, pierdes de verdad.
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