Se dice que el humor es odio camuflado. Cuenta de ello lo
trae la tan abusada parodia, así como la crítica humorística a la política o
sociedad actual que consigue más un sedante que un mensaje. Hasta el humor ha
acabado siendo comercializado, diciéndonos desde hace tiempo cómo hay que reír
y con qué.
Siendo sincero, suelo apreciar todo tipo de humor como un
ejercicio entre mental y sociológico, una manera de aprender qué es lo que nos mueve
a las manadas de humanos (puedes conocer la historia de una época a través de
su humor). Pero hay un humor que nunca he entendido: el de las caídas, el daño
ajeno. No comprendo por qué hay que reírse cuando alguien sufre. Que alguien se
rompa la crisma no es motivo de risa, y menos para ser grabado, porque entonces
se convierte en película snuff. Darse en el p*** hueso de la rodilla conlleva
dejar de ser persona durante segundos o incluso minutos, y la risa ajena sólo
afirma que, sí, el humor es una inquina oculta que no puede esconderse todo el
tiempo (véase Jackass). Como se dice, un accidente con un personaje patético o
del montón es humor, con alguien respetado y admirado es una tragedia.
Tras éste prefacio del lado oculto de la risa, quiero
iniciar el tema de mi artículo basándome en la última afirmación: y es el humor
que también puede ser horror, o que al menos está separado de ello por una
línea bastante estrecha.
Cualquier situación cómica puede ser retorcida si se le echa
la suficiente imaginación. Lo que puede ser un teatro de lo absurdo en un
primer minuto, puede esclarecerse en el siguiente y desvelar una terrible
verdad sin pizca de gracia. Una vez ahí, será difícil regresar.
Sírvase de ejemplo una mítica tira de Garfield donde se
explicaba la primera palabra del gato: “Aliméntame”. La situación era divertida
porque bien define al personaje en una sola palabra, compadeciéndonos del bueno
de Jon –el dueño del felino– entre risas por lo espontáneo. He aquí entonces
que retorcemos un poco la creatividad y decidimos que la historia trate sobre
un ser extraño, imposible que sea de este mundo. Con sus ojos enrojecidos observa
al hombre al mismo tiempo que emite chasquidos indefinibles. El humano se
agacha y lo mira, es entonces que tanto el personaje como los espectadores
revelan una posible verdad sobre el ser cuando pronuncia: “Aliméntame”. El
resto es historia llena de oscuros rincones.
A su vez, Jon y Garfield serán recordados por su relación
amo/mascota, que en ocasiones se invierte entre simpáticas tiras y buenos gags.
Ver a una persona sufrir por la naturaleza de un gato tiene su punto entrañable,
y en parte es lo que da éxito a Garfield, al que se le añade un pensamiento
humano a un personaje que no va a dejar de ser una animal con todas las de la
ley. Ensuciará al máximo la cocina, y encima será consciente de ello. Eso no
conlleva a recapacitar, sino a reír y desear por enésima vez que el pobre Jon
grite el nombre que ha dado pasta a su creador.
Es entonces que regresamos con las herramientas y damos la
vuelta de tuerca (o arrancamos de cuajo lo que no debemos) y enfocamos la
historia de una madre que cuida de su hijo, enfermo y deformado de nacimiento,
filosofo de una ética oscura al no entender a las personas a pesar de que se le
eduque del mismo modo. La misma historia de alguien sufriendo por criar a algo
que le supera ahora es otra, y si el niño –obsesionado con desobedecer y con la
vecina– se pasa de la raya, sabremos de forma consciente que se está acercando
la tragedia.
Al humor también se le puede entender como un sistema de
defensa. Cuando a alguien le cuentan una noticia extraordinaria tuerce la boca
en una especie de sonrisa que no termina de serlo. No se trata de un gesto
malintencionado, sino como algo que se protege de la esencia que emana lo
increíble o costoso de creer. Si se llega al extremo uno se tropieza con la
locura, donde es habitual encontrar risas mal combinadas con una mirada lejana
y triste, como si la realidad los hubiera violado tan rápido que aún lo estuviesen
asimilando.
De aquí surge también el humor negro, la versión extrema de
las caídas, donde en lugar de daño uno termina entre mutilado y muerto. Quiero
creer que los chistes de este estilo son huecos, por condicionamiento social y
no como algo sincero, en la onda de los chistes racistas; disfrutar de lo que
ofrece una película gore. Pero hay gente que no entiende el humor, que siempre
habla en serio, y temo que sí hay quien disfruta con la sangre entre soplidos y
risas macabras. Cuando una obra de teatro se torna real…
Este artículo se podría resumir como la risa de una hiena.
Carroñeras y divertidas, devoran la carne mientras no dejan de reír. Acaso un
poco como la sonrisa fría aunque afilada de la parca. Y tras esta verborrea es que
me hallo perdido en un laberinto. Estoy pasando la noche con el único calor que
ofrece el suelo. Apenas puedo dormir por culpa de los ronquidos de una bestia.
Por el sonido que emana debe de serlo, situada quizás en el centro del
laberinto. Por cómo lo escucho no será un ser grande; o sí lo es, que en verdad
está lejos y que con sus enormes zancadas no le supondrá un problema
alcanzarme.
Enorme o no, sus rugidos no me dejan dormir, me agotan
adrede. Sin embargo temo dormir, pues en una cabezada corta he visto el rostro
de dicho minotauro, de soslayo, a veces de frente; alejado, dentro de mí… era
mi rostro, era mi cara pegada en el cuerpo de una sombra sólida. Visto desde
fuera, al espectador le resultará una parodia, una situación que roza el absurdo
de una forma que resulta terrible para quien lo vive. Es macabro, humor negro
de tantos el ver cómo uno se devora a sí mismo desde fuera bajo el influjo de risas
enlatadas. Desde el otro afuera habrá una sonrisa o risa, y el testigo estará
negando a su vez con la cabeza. Es ese gesto lo que resume a este tema.
(Confieso que he estado leyendo La Casa de Hojas, libro del
que no sé si sentir humor o pavor, porque a veces me divertía el experimento y
en otras me retorcía en la demencia).
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