Me hallo esperando en un sillón que de caro sólo tiene el aspecto. He conseguido, tras meses de insistir, una entrevista en su propia casa con el reconocido autor Dereck Saint. Quiero creer que ha accedido a mi petición por esa misma insistencia. Debe de apreciar a los testarudos. Lo veo entrar al salón donde me tiene esperando y, como si realmente hiciese entrevistas a menudo, se sienta frente a mí en el otro sillón a juego. Me pide disculpas por la espera y por no tener café ni té insulso que ofrecerme. Preguntamos qué tal el día, respuestas automáticas y, al fin, enciendo la grabadora y da comienzo la entrevista:
—Háblenos de dónde surge la idea principal de su última obra.
—Alcantarillas —responde y calla. Al momento prosigue, con la impresión de haber tardado a como si hubiese bebido de un vaso de agua ficticio—. ¿Esta va a ser la típica entrevista formal? La gente ya tiene Internet para esas cosas.
—¿A qué ha venido esa expresión?
—¿Lo de alcantarillas? ¿Y por qué no?
—Sólo me ha…
—Sé lo que va a decir. Por favor, céntrese en lo que los lectores desean leer.
—¿En lo escatológico, en lo explícito de sus escenas?
—Claro —dice y resopla—. Interpreto un poco; vamos de aquí y allá con los temas; nos quedamos pensativos; nos vamos; nos pagan, a usted con dinero, a mí con publicidad y a seguir como que planeamos la vida como profesionales. Es el procedimiento.
—¿Por qué lo hace? —digo. Parece dudar.
—¿El sarcasmo o lo que escribo?
—Su forma de ser. ¿Por qué es así, por qué escribe sobre estos temas? No todo el mundo tolera que existan enfoques artísticos centrados exclusivamente en el dolor y el sufrimiento.
—Te diría lo típico de “porque vende”. Pero en parte mentiría. Supongo que lo hago porque…
Y calla. Ambos nos sorprendemos por igual. Lo observo y da la impresión que no está acostumbrado a abrirse al resto.
—Supongo —prosigue el autor—, supongo que es porque acepto todas las partes que componen a una persona. Acepto hasta lo más perverso.
—Perdone que le diga, señor Saint, pero eso ha sonado a respuesta manida. Un poco en actitud de escapatoria —digo y espero a su reacción—. Contradictorio tras lo que ha dicho antes.
—Bueno, no es fácil reconocer ser no practicante de ciertas cuestiones.
—¿No practicante? —digo y me acomodo en el asiento. Acerco un poco más el cuerpo como muestra de interés.
—Sí, esto. A ver —dice y se detiene un momento. Respira hondo antes de hablar—. Es como aquel relato que escribí de la adolescente que seduce a su vecino adulto a partir del masoquismo. Sabe a cuál me refiero, ¿verdad?
—Así es. He leído gran parte de su obra.
—¿Qué le pareció? Así, en lo general.
—Que la chica representa ciertos deseos ocultos del personaje del vecino. Era una tentación por experimentar algo nuevo en su vida, pero enfocado hacia lo extremo, a la par con el hueco que siente en su existencia ya establecida. Me dio la impresión que los deseos se cumplen bajo la forma que menos esperamos, aunque no resulte ético.
—Gilipolleces —dice de un modo que no resulta contundente—. La chica es un tipo de persona que existe. Le va que la golpeen en plena entrepierna, nada más. Nada más —insiste—. Ni hay simbolismo ni nada, por algún motivo de su niñez que dejo en manos del lector a ella le va ese tema, la excita, y si escoge a ese vecino madurito es por el mismo motivo que él se deja seducir por ella, por el morbo de lo que nunca sabrá nadie. Es la contraposición del qué dirán, tan odioso y condicionante. Por lógica, lo secreto supone algo placentero y libre.
—Es un punto realmente interesante, la verdad que sí. Con usted se rompe el tópico sobre que el autor no tiene la última palabra del significado de lo que escribe o crea.
—Supongo —dice con cierto desprecio no dañino—. Voy a confesar, pues la confesión también provoca morbo, que escribí ese relato porque soy un masoquista no practicante.
Es ese momento sentí que la entrevista iba a ser un éxito.
—¿Es usted masoquista?
—Es lo que intuyo. Pero nunca lo he practicado —reconoce cambiando el tono de su voz—. Ni lo pienso probar. Ni loco dejo que me azoten o golpeen.
Estoy a punto de desarrollar cierta pregunta, pero me contengo. Con la mirada debo de estar narrándola, pues el señor Dereck Saint continúa:
—No lo he probado, hablo en serio. Las escenas son tan explícitas porque me pongo en situación, como debe ser. Un escritor y un actor tienen similitudes. El problema es no separar, ya sabe.
—Lo que es real de lo que es mero deseo o fantasía.
—Mas bien lo que has dicho sobre los deseos que se cumplen, pero sin desarrollos y casualidades a favor dignas de cuento de hadas. Lo que deseamos no suele encajar con las normas de la realidad, pues de ser así, se cumplirían con mayor facilidad, ¿no crees? Ese es el resumen.
Afirmo con la cabeza. Estoy entre pensativo y emocionado.
—¿Ha leído usted historias sobre dicha temática? —pregunto.
—La Historia de O y poco más. Mis escenas prohibidas —señala remarcando unas comillas con los dedos—, son pura imaginería que no se asienta sobre ninguna base previa. Es la intención.
—Cualquier diría que…
—Por favor, no la cague. Cállese —dice con suma educación. Resulta admirable—. Ya lo he dicho, soy masoquista no practicante. Soy como una especie de monje ateo que practica un celibato por pura decisión y voluntad propia. Nada de dogmas.
—Me deja usted perplejo. Como sus relatos —añado.
—Quiero considerarme de esos autores que siempre miente menos cuando escribe.
—Pero si acaba de decir que sus morbosas descripciones son pura ficción…
—Y lo son, insisto. Es la propia decisión de huir de esas fantasías que las evoco de esa forma tan… que gusta a los lectores. A mí todo lo que escribo me parece mierda, son puro fetiche de un adolescente que se niega a morir.
—¿Qué quiere decir?
—Reconozco que adquirí de joven ciertas manías que aún perduran, aunque con menos frecuencia. La responsabilidad adulta ayuda al celibato del que hablo, ¿sabe? Bueno, cuando chaval solía masturbarme mucho; demasiado. No creo que sea algo de lo que avergonzarse.
—Para nada. Es lo normal aunque no se hable…
—Déjalo, por favor. Me refiero que el problema es que enseguida te aburres de lo mismo, de tocarte con el mismo tipo de imágenes. Una tarde, leyendo cierto libro, me excité con una escena bastante explícita y brutal. Antes me resultaba poco creíble llegar a esas situaciones, pero ese autor había encadenado los hechos de un modo que me parecía hasta normal que sucediese.
—Como si el escritor lo hubiese vivido realmente.
—Exacto. Había leído relatos sobre violación y no me había provocado la misma impresión, incluidos relatos reales en primera persona. Eso me hizo deducir que ese autor, realmente, no había vivido una situación como esa, pero su imaginación y estilo estaban tan cuidados, que me resultó más creíble que los relatos y confesiones reales.
—Comprendo. ¿Y qué tiene que ver la masturbación con todo esto? —pregunté interconectando con la esperanza de que lo confesase.
—Es obvio. Me masturbé leyendo esa escena. En un principio fui un cúmulo de sin sentidos, de explicaciones y justificaciones precipitadas. A la noche volví a leer la escena y regresé a hacerlo. Al día siguiente leí el resto del libro con la esperanza de que se repitiese el hecho con alguna otra escena. Pero no fue así.
—Imagino que eso desencadenó a tener que liberar dicho cúmulo de emociones usando la escritura.
—Para nada. Me límite a leer libros del mismo autor, decepcionado al no descubrir otra escena del estilo. Fui a contrarreloj, pues gradualmente releer aquel pasaje ya no me excitaba lo mismo. Busqué por autores y libros similares, y algún que otro extracto hallé que pudo satisfacerme. Conforme pasó el tiempo, decidí comenzar a escribir historias de este tipo.
—¿Así es como se inició en la literatura?
—No. Yo ya escribía, pero hasta que no encontré una motivación no comencé a escribir con cierta dirección y sentido. Seguía siendo mediocre, pero ya se atisbaba cierta impresión o estilo. Supongo que esos destellos son lo que atrae a mis lectores.
—El morbo.
—No creo. Son los atisbos de deseo real lo que atrae. Fue mi táctica a seguir. Una vez que fui más adulto y pensante, hilé y deduje que mi caso no sería único. Porque… —Se acercó un poco más—. ¿Y si mi caso masturbatorio con aquellas páginas es más común de lo que parece? Creo que mis ventas hablan por mí.
—¿Cree que es normal que la gente se excite con la brutalidad, lo escatológico o lo explícito?
—No es tan sencillo como para resumirlo así. Puede que no sea la media, aunque sí más frecuente de lo que parece. No tengo cámaras en las casas de mis lectores.
—¿Le gustaría?
Eso le hizo reír. Con ánimo prosiguió:
—Para nada. Me la pela lo que hagan los demás. Yo busco cumplir mi celibato personal.
—¿Escribir sobre lo decadente para huir de él? ¿O para mantenerlo a raya?
El autor se limitó a callar.
—No me malinterprete —proseguí—. Me refiero a… ¿nunca se ha visto tentado a cometer un acto oscuro?
—¿Y usted?
Ciertos recuerdos me vinieron a la mente. Debí quedar tan pensativo como delator, porque el señor Saint sonrió y dijo:
—Todo esto busca un placer personal al estilo de las drogas. De ser legales ciertas drogas, ya no resultarían tan placenteras.
—¿De verdad piensa eso?
—¿Quién sabe?
Y se calló. Aquella pregunta como respuesta me resultó sospechosa en el sentido que él ya no tenía ganas de hablar del tema. No podía dejar así la entrevista, por lo que me arriesgué lanzando el peso pesado:
—Esto que estamos hablando, señor Saint, hace que me acuerde de su historia sobre acostarse con la vida.
—Follarse a la Vida. No sea recatado. Quienes lean esta entrevista están acostumbrados, por favor.
—Sí, follarse a…
—¿Por qué se muestra tan apurado? Dime, ¿le gusto el relato?
—Interpreto que hay que tener cuidado con lo que se desea, que ahora que pienso es recurrente en sus relatos —dije con satisfacción—. Es algo ya usado, aunque usted da una representación diferente.
Pareció decepcionado ante mis palabras. Sentí el pecho incómodo y de repente me sorprendí a mí mismo vomitando más discurso:
—Aunque, hay otras explicaciones ahora que sé más datos de su estilo. Puede que la vida no esté hecha para el ser humano adulto, tan serio e incapaz ya de disfrutar de cierta juventud.
—Esa conclusión está mejor. Pero ya le digo que quería mostrar lo que parece. No busco reacciones y polémica, sino dar lo que quiere a ese lector que supongo que existe ahí fuera; o mejor dicho, ahí dentro —dijo señalando hacia mi pecho.
Sentí mi rostro calentarse.
—Representa a la vida como a una niña —dije. Y deja a entender al final que el tipo accede a… —No pude proseguir. El relato en verdad me había impresionado. Sin embargo, no podía despreciar a Saint por escribirlo. Sólo había logrado aumentar mi curiosidad sobre su persona.
—En serio, ¿por qué de ese reparo? El final es abierto, en la conclusión no tiene el porqué sodomizarla. Si lo analizas, represento a la vida como una niña aburrida que busca por nuevas experiencias. ¿No captas la ironía, lo implícito que supone? Un niño jamás está aburrido de la vida, todo le resulta nuevo. Que el todo resulte banal es más propio de un adulto. La vida no es un anciano que ya lo sabe todo, más bien es alguien joven que todo lo ha experimentado; todo —remarca—, pues es la vida misma. La vida no envejece, son sus parásitos quienes lo hacen. Si accede a acudir a ese hombre desgastado es porque la vida está llena de uno de los peores sentimientos: la esperanza. La esperanza es sinónimo de auto-engaño, y en eso se basa la vida, en una mentira constante por creer que aún podemos experimentar esa gran emoción a como cuando empezamos a vivir. Hay que asumirlo, esas primeras veces no van a volver, sólo queda vivir un cúmulo de experiencias para luego narrarlas como anécdotas y hechos y así llenar nuestro vacío y el de los demás, expulsar o escribir palabras para rellenar el hueco que deja alrededor el pequeño cuerpo de la vida. Al hombre de ese relato, si accede al oscuro designio que le planteo, sólo le quedará algo más que contar, salvo que es un hecho que no podrá contar a nadie y que le llenará y carcomerá por igual. ¿Captas la ironía y juego con desear y lograr colmar el hueco interior? De confesarlo, su vida cambiaría radicalmente, como si hubiese roto una promesa no pactada con esa niña caprichosa y aburrida que tiene la mayor de las influencias posibles sobre los demás.
—¿No hubiera sido mejor plantear el relato como una pasión u oda de amor y sexo hacia una mujer que representa a la vida?
—Hubiera sido tan poético como efectivo. Pero la belleza es mentira, sólo nos satisface por un tiempo y nos hace soñar despiertos con que el mundo no es tan oscuro; o que nosotros mismos no somos tan, en fin, degenerados. La forma de definir el mundo no deja de surgir de nosotros mismos. Ese negro imperante es nuestra sangre reseca.
Produje una mueca. En esos momentos ya sentía un leve dolor de cabeza.
—¿Sabe lo que es usted? —le dije—. Es un cobarde. Escribe toda esta mierda para desahogar su fantasía y seguir convenciéndose que algún día, que no llega, practicará alguna de estas perversiones.
—Ya se lo he dicho —dijo como si nada—, soy un monje sin dios que se siente más cómodo considerándose lo que no es. Como la mayoría. Las ventas de mis libros me dan la razón.
—Se esconde en esa excusa.
—Es un buen comodín.
—Si usted no escribiese —continúe. Hasta más tarde no me percaté de mis ojos lacrimosos, lo juro—, ¿cómo desahogaría su depravación? Me alegro de que escriba, desgraciado.
—Supongo que seguiría masturbándome con pasajes poco frecuentes de libros aparcados. Puedo decir con orgullo que he conseguido trascender a ese autor que me influyó. Mi forma de señalar el mundo no quedará aparcada, ¿no cree?
—Basta —le pedí—. Por favor.
—Se ha masturbado con alguna de mis historias, ¿cierto?
No respondí.
—Me siento satisfecho —dijo. En ese momento, tras la telilla que inundaba mi visión, analicé que Saint no había cambiado su postura desde hacía rato, de manos entrelazadas y una pierna cruzada encima de la otra. Su expresión era piedra—. Me siento satisfecho —reafirmó—, porque he conseguido plasmar, contagiar al lector, lo que yo siento y vivo. Ese es el objetivo del artista, aunque en el fondo me da igual. Sólo quiero vivir llenando hueco, como todo el mundo.
—Sólo quiere compartir su sufrimiento personal —le dije de modo automático—. Pero en lugar de hacerlo como los demás, hablarlo para compartir y aliviarse, quiere que lo suframos y vayamos decayendo como usted hizo, desea a más gente a su altura para no sentirse tan miserable. Es un egoísta.
—No me oculto, esa es la diferencia. Se dice que eso es lo noble, ¿no?
Y entonces tuve miedo. Me sentí dentro de uno de sus relatos. Me imaginé a mí mismo atado a aquel sillón barato, dándome cuenta tarde que era de mala calidad por lo que tenía que acontecer. Una imagen final de huesos rotos traspasando carne y madera rota asomada entre tela rasgada me sobrevino. Entonces actúe:
—En verdad usted es como los demás escritores. Uno más, un vulgar —Me sorprendió la serenidad con que la dije. Un leve movimiento en la ceja de Saint me dio fuerzas para continuar—. Va de ambiguo para comprobar la reacción de los demás, tan sólo por sustraer ideas y detalles para sus relatos. Eso no es nuevo.
—¿Tan sólo? Una buena idea te puede arreglar la vida.
—¿Por qué no da un paso más allá y por fin se arriesga? De ese modo tendría un relato de verdad, nada de supuestos filosóficos haciendo equilibrio. Venga, abrase de piernas y deje que le golpee —Analicé su reacción, donde al fin rompió esa postura de hacerse el interesante—. Como en aquel relato suyo de los primos del río, que se golpeaban por demostrarse quién era el más resistente.
—Vaya, parece que aquí tenemos todo un fan. Lo que voy a hacer es pedirle que, por favor, se marche.
—O probemos algo menos —callé y dude—. Indecente. Paguemos a una prostituta para follárnosla entre los dos. Yo por la boca y usted por el culo, una alternativa extendida de la que, después de conocer su castidad, ya dudo que incluso haya practicado. Quién sabe, puede que sea una prostituta alien, como en ese cuento suyo.
—Por favor, váyase de mi casa.
—Claro. Joder, sí —dije con la mirada extraviada—. Ahora comprendo. Usted es virgen. ¿Puede ser?
En la parada de autobús meditaba sobre lo sucedido. Estaba sentado en la postura vaga de dejar caer el cuerpo, más apoyada la espalda que el trasero. Al final no podría publicar la entrevista y lo más seguro que me cayese una denuncia. En el fondo me daba igual. Los minutos pasaban como acostumbraban y fue que llegó a la parada una chica con falda, ese fue el detalle más importante. Estaba absorta en su móvil, y se detuvo de espaldas enfrente de mí. Analicé su falda, de pliegues, de un verde pera bonito. Con movimiento lento, buscando por el silencio, extendí mi brazo y tras él fue mi cuerpo. Agarré el borde de la falda con los dedos haciendo pinza y comencé a levantar, deteniéndome para analizar cualquier reacción. Alrededor no había nadie, sólo se escuchaba a los pájaros del mediodía. Logré elevar lo suficiente y analicé la forma respingona de aquellas nalgas bajo las bragas con topos rojos. Me imaginé azotando aquel culito hasta lo purpúreo intenso. Fue entonces que surgió cierta tentativa. Miré a un lado hacia el fondo y analicé una zona con vegetación de altos matorrales. Un par de árboles a cada extremo daban la impresión de entrada hacia otro lugar. Me imaginé incorporándome para agarrar el cuello de aquella chica rodeando y apretando con mi antebrazo. Entonces sería arrastrarla hasta allí para rematar la faena una vez el mundo no pudiera saber de nosotros. Me dio un vuelco al corazón y decidí bajar la falda. Me quedé mirando al fondo. Una vez llegó el autobús, la chica pareció recordar dónde estaba y dejó de mirar el móvil por un momento para girar y apreciarme pensativo dirigido hacia un lado. Pensaría que era un considerado al no quedarme observándola desde detrás. Se subió al autobús mientras regresaba a su móvil. Desapareció de mi vida.
Ya dentro del autobús que me llevaría a casa, estaba con la cabeza contra el cristal pensando en varias ideas. Imaginé una historia sobre una pareja que ya no quedaban satisfechos en la cama, practicando ambos la postura invertida del pino hasta que ocurría un accidente. El relato de alguien capaz de auto-felarse también tuvo cabida en mi mente, donde acababa ganando dinero al convertirse en una especie de fenómeno digno de circo alternativo. Éstas y otras ideas me abordaron, decidiendo entonces que comenzaría a escribir.