viernes, 20 de noviembre de 2015

La Rebelión de los Juguetes


La calle ardía sin fuego. Esparcidos por el suelo había pedazos de carne y plástico, algunos fundidos entre ellos. El Sheriff caminaba con calma para permitirse analizar aquel desastre. Una bota por delante, después el otro pie, donde una espuela imaginaria giró frenética. Torcía el labio, apartando la mirada para encontrarse con otro trozo de crueldad. Reconoció cada uno de esos muñecos partidos y quebrados por los puños o las armas humanas. Estaban incluso esos robots japoneses de mucha luz y pocas nueces. Un “gusiluz” igual a uno que tuvo cuando niño tenía despedidas sus tripas de algodón.
Se detuvo frente al cadáver de un hombre, que por última voluntad había aplastado contra el suelo un muñeco de Batman que aún quedaba atrapado en su mano. Se fijó que el muñeco agrietado realizaba espasmos, por lo que se agachó para acercar su mano a la cabeza del caballero oscuro. La agarró entre su puño y comenzó a retorcer. Logró separarla como cuando se quita el corcho de una botella. Tuvo la impresión de escuchar un suspiro.
¿Desde cuándo los juguetes tenían callada su condición?
La culpa era suya por haber esperado tanto tiempo.
Fue que lo presenció al final de la calle. Se incorporó mientras lanzaba a un lado la cabeza arrancada. Era un muñeco, del tamaño de su antebrazo. Su imagen era toda negra por el sol a su dorso. Tenía puesto un sombrero al estilo del propio Sheriff.
Le dio la impresión que el muñeco era una parodia de sí mismo, reconociendo enseguida aquella figura como uno de esos personajes famosos que no aportan nada.
Woody.
El muñeco avanzó, y sus espuelas de plástico giraron un poco a cada paso. No emitía sonido, pero el hombre bien imaginó dentro de su cabeza el golpe de botas rudas e impertinentes. Las sombras se disiparon y el rostro del muñeco se mostró.
¿Pero qué…?
No tenía el mismo rostro que la figura original. La cara de este Woody parecía marcada con cicatrices, surcos en la madera. Su expresión no era jovial, sino de otra clase de sonrisa de oreja a oreja que detonaba perversión.
La canción esa de la armónica sobrevino a su mente.
El Sheriff comprendió la invitación y se fue acercando. Su mano no quedó lejos del revolver enfundado. El muñeco imitó su gesto. Sin señal alguna, ambos se detuvieron casi al mismo tiempo, quedando a una distancia dentro del encuadre.
El viento se pronunció, dando su opinión sobre aquella escena con un susurro.
El hombre se sintió ridículo, preguntándose cómo iba a hacer el muñeco para matarle. Recordó dónde estaba y la carne a los lados se remarcó. Fue entonces que se fijó en el lateral del muñeco, donde figuraba una pequeña pistola que le resultaba grande. La identificó como una de esas armas de balines o perdigones, que bien podían acertarle en un ojo si no tenía cuidado.
Jamás hay que subestimar a un enemigo.
Por el fondo comenzó a sonar una especie de banjo electrónico. Miró de reojo y un muñeco se movía por la acera. Simulaba un anciano con una caja de música entre las manos, de donde provenía una musiquilla escacharrada y chirriante que blasfemaba a Ennio Morricone.
Centró su vista en los ojos congelados de su rival. Su mueca siniestra le hablaba sin moverse. Esa voz debía provenir de su imaginación.
Son los nervios.
El tiempo que espera.
La musiquilla se enalteció, y sintió molestia en los oídos. Dedujo que el otro muñeco estaba ayudando a su compañero.
La unión hace la fuerza. Así lo habían logrado los juguetes.
Sin sentimientos o emociones.
Así lo habían logrado.
Tenía que ser como ellos.
Como ellos.
Los disparos se produjeron. Entonces uno se percataba que las manos se habían movido.
La música se detuvo.
Desde un punto de vista donde apreciar a ambos, las dos figuras se mantuvieron estáticas. El viento regresó y una de ellas cayó de espaldas.
El Sheriff guardó su arma y observó su triunfo. Se fue acercando. Le había dado en la cabeza, intuyendo en una décima como había explotado la madera pintada de su cara. Sonrió no muy convencido, con los pelos de punta al imaginarlo.
Quedó delante del cuerpo. Tenía una posición cómica, como el monigote de la señal de paso de peatones. Tuvo la tentativa de pisarlo, pero se contuvo mientras su sonrisa seguía torciéndose de horror.
Juguetes vivos. Una pesadilla de la que jamás despertaría.
No vaticinó el balín contra su ojo. Un chorro de sangre surgió disparado de su cara, que se tapó de un golpe de mano descontrolado a la vez que gritaba.
Notó un deslizamiento por su tobillo, y con el ojo sano observó la serpiente de plástico que se introducía por la pernera. Asemejaba hecha por piezas, derretida parte de su forma y pintura por algún tipo de fuego.
Se produjo un mordisco.
Primero vino el calor, dando paso a un mareo que lo invadió con calma, tornándose el paisaje de un morado tenue. ¿Qué tenía dentro aquel plástico deformado…?
Cayó arrodillado, a tiempo para observar de cerca la cabeza medio volatilizada de su enemigo, donde esa sonrisa aún permanecía. Fue la última imagen de la que tuvo conciencia.
Y de fondo, la maldita canción de la armónica.

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